Renombrando nuestros Sentimientos
La comunicación resulta esencial para que podamos conectarnos con
otras personas. Entre los factores que la hacen posible, siempre vamos a
encontrar las figuras del emisor (la
persona, fuente o medio de la que parte la información), del receptor (la persona o personas a
quienes va dirigida esa información) y del canal
(el vehículo que conecta emisor con receptor, que puede ser el teléfono, la
televisión, internet, el espacio donde mantener una entrevista cara a cara o un
libro, entre otras opciones).
La credibilidad que le vamos a dar a la información que captamos va a
depender de la confianza que le
otorguemos a quien está emitiendo esa información. Esa confianza va a estar
determinada por el grado de conocimiento que tengamos de esa fuente y de las experiencias
que previamente hayamos tenido con ella. Cuanto más estrecho sea ese
conocimiento, más fácil nos resultará decidir si hemos de dar por válido el
contenido de la información que nos transmite o rechazarlo directamente.
Aunque muchas veces no nos
detenemos a pensar en nada de esto y nos dejamos llevar por la intuición, confundiendo nuestro derecho
a estar bien informados con nuestro deseo de que la información que acabamos de
recibir sea cierta. De ahí que cualquier bulo que lance alguien, a saber con
qué intención, se acabe propagando por internet a la velocidad de vértigo que
lo hace. Poca gente se para a pensar, ni mucho menos a contrastar esa noticia
que, a priori, ya nos está insinuando sus rasgos de falacia, antes de verse
impulsada a compartirla en sus redes sociales.
Esta
práctica nos acaba abocando a un mundo en el que la verdad no resulta creíble y
la mentira levanta pasiones entre las masas y acaba haciendo millonarios a
verdaderos ineptos y arruinando a personas de talento impagable, que se ven obligades
a reinventarse una y otra vez, a cambiar de país, a pasarse la vida buscándose
la vida sin poder darse una tregua.
Pero hay una práctica aún menos saludable en la que,
en mayor o menor grado, acabamos incurriendo muchas veces. Se trata de los
mensajes que nos enviamos nosotros mismos a través de nuestros sentimientos.
Mensajes a los que damos total credibilidad, pues, ¿en quién podríamos confiar
más que en nosotros mismos? Si estamos sintiendo algo, ¿cómo no vamos a creerlo?
¿Cómo contrastar lo que uno siente?
Aunque
nos cueste admitirlo, no todo lo que sentimos es real.
Valiéndonos de todo lo que
hemos heredado de quienes nos han precedido, seguimos atribuyéndole el origen
de nuestros sentimientos al corazón y el de los pensamientos a la mente, pero
nos equivocamos. Todo nace de la mente.
Lo que sentimos acaba pasando por el filtro de la razón. Al poner en palabras
esos sentimientos, de alguna manera estamos manipulando su naturaleza, pues
estamos interpretando eso que nos pasa, sin ser conscientes de que en la
elección de esas palabras para explicarnos y entendernos a nosotros mismos
tenemos muchas más opciones de las que creemos ni de que, si nos atreviésemos a
indagar un poco más antes de quedarnos con la primera que nos viene a la mente,
tal vez eso que sentimos no nos haría tanto daño.
Un día podemos levantarnos
algo más desmotivados de lo que lo estábamos el día anterior, pero eso no
implica que nos tengamos que sentir tristes. Tal vez no hemos dormido bien por
el calor, o porque nos despertaron los truenos a media noche y luego nos desvelamos.
Tal vez ayer tuvimos un día más ajetreado de lo habitual y hoy estamos como si
nos hubiese pasado una apisonadora por encima. Pero eso es falta de sueño o cansancio, no es tristeza. Y lo mismo nos
puede pasar con muchas otras palabras que utilizamos a diario para designar nuestros
supuestos sentimientos para describir lo que creemos que nos está transmitiendo
nuestro corazón cuando, en realidad, es la mente la que nos habla.
Las
palabras tienen un gran poder de manipulación sobre nosotros. Si lo tienen
cuando provienen de fuentes y emisores externos, nos podemos imaginar cuánto
más poder no tendrán cuando nos las decimos nosotros mismos.
“No
sirvo para nada, soy un inútil, nadie me quiere o todos me ignoran” son
algunos de esos mensajes demoledores que, cuando nos levantamos con el pie
cambiado, nos podemos lanzar sin piedad cuando estamos frente al espejo o
cuando no tenemos ni el coraje de mirarnos a los ojos mientras los
verbalizamos.
Nada puede dañarnos más de lo
que lo hacemos nosotros mismos cuando sucumbimos a esos peligrosos caprichos de
nuestra propia mente. Porque nada de todo eso que nos decimos es verdad.
Podemos ser más activos o más vagos, servir para unas cosas y para otras no,
inspirarle a alguien antipatía o pasar inadvertido para muchas personas. Pero
eso no implica que hayamos de caer en las trampas del absolutismo. Cada vez que recurrimos a iniciar nuestras frases con
palabras como “todos” o “nadie” o, simplemente, las construimos en negativo, se
nos debería encender una luz roja en la frente para alertarnos de que nos
estamos manipulando, porque nada de lo que argumentemos en un discurso que
parta de ese tipo de premisas va a resultar veraz.
Errores
los cometemos todos, todos los días. Pero un error no nos convierte en personas
erróneas, en las que ya no se pueda volver a confiar. Un
día de bajón tampoco ha de convertirnos en personas tristes, ni un arrebato
pasajero tendría que hacernos sentir como unos histéricos. Igual que el hábito no hace al monje, la emoción tampoco nos define. Sólo
nos permite expresar aquello que debemos atrevernos a liberar para que no se
nos enquiste y no nos complique la vida.
Las palabras han de servirnos
para entender la vida y conectarnos con las vidas de los demás. Tenemos la
inmensa suerte de contar con vocabularios extensísimos que nos permiten todos
los matices imaginables a la hora de identificar y ponerle el nombre más
adecuado a todo lo que sentimos. Seamos más cuidadosos con la elección de esos
nombres y procuremos descartar los más dañinos, los que solo contribuyen a
hundirnos un poco más, escondiendo tras ellos lo mejor de nosotros.
En un mundo en el que ya
empezamos a estar gobernados por los ordenadores, tal vez nos iría muy bien
aprender algo que ellos pueden enseñarnos: resetearnos a menudo, instalarnos
nuevas actualizaciones que nos permitan adaptarnos mejor a las nuevas mareas y
liberar espacio en nuestro disco duro, desprendiéndonos de conocimientos que ya
no nos sirven y de concepciones de la vida que ya no se corresponden con
nuestra realidad presente y entorpecen la emergencia de un futuro que nos pueda
resultar confortable.
Aprender
a desaprender es clave para poder darnos permiso para vivir
una vida más plena y mucho menos manipulada por convicciones erróneas y
sentimientos mal interpretados.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
Hola, Estrella!
ResponderEliminarMucha razón tienen tus reflexiones. Cada día más, con la idea de que tenemos que estar todos los días felices, hacerlo todo bien o ser "perfectos" desde mi punto de vista, no hay nada perfecto. (puedo estar equivocada) , pero no por ello somos peores personas. Y esto llama a mi mente mucho la atención porque el nivel de exigencia que tengamos y las personas con las que nos relacionemos, nos impulsarán más o menos en la medida en la que intercambiemos puntos de vista a cerca de las cosas que hacemos o dejamos de hacer. A veces, esa información, por lo que sea, no llega y solo podemos sentir, en nuestro interior los "deberíamos ser así" o "deberíamos hacerlo de tal manera" o sin ir más lejos acabamos comparándonos. Es importante, darse cuenta que cada persona es buena según su propia autenticidad que por añadidura, ya lo son. En resumen, solo deberíamos pensar que algo en nosotros es malo, si realmente es así. ¿Podríamos poner a prueba esos malos pensamientos? cuanto de lo que nos decímos es verdad y porqué. GRAN POST. (Perdón por la tardanza)
Muchas gracias Keren.
EliminarTu generoso comentario casi podría ser otro post. Me alegra que te gusten estos temas.
Creo que deberíamos aprender todos a ser un poco más objetivos con nosotros mismos y a detectar cuándo los fantasmas de la propia mente nos quieren hacer la puñeta. Para bien o para mal, somos como somos y esa realidad no nos hace ni mejores ni peores que los demás. Simplemente, somos únicos.
Un abrazo enorme.