Endosimbiosis: La Estrategia de la Vida para Perpetuarse

 

Cada vez que alguien nos anuncia un embarazo, independientemente de la formación y la experiencia que tengamos, tendemos a maravillarnos con lo que consideramos el milagro de la vida. Podemos entender perfectamente cómo se forma un nuevo ser en el útero de la madre y las distintas fases por las que irá pasando hasta el momento del alumbramiento, pero seguimos preguntándonos cómo es posible que algo tan extraordinario ocurra en tan sólo nueve meses.

Primeras fases del desarrollo embrionario.

Cierto es que, comparada con la de otros animales, la gestación de los humanos puede parecer muy prolongada y que también somos la especie que nace más inmadura y más dependiente. Pero no deja de ser toda una proeza que, a partir de dos minúsculas células germinales se pueda desarrollar un nuevo ser que disponga de todos los órganos y sistemas diferenciados que lo hagan viable.

La filosofía lleva siglos haciendo suyas las eternas preguntas “¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Quienes somos? o ¿Por qué estamos aquí?”, pero es la biología la que se ha encargado de buscar las respuestas más convincentes, aunque a muchos les puedan resultar también las menos poéticas.

Ante la majestuosidad de los grandes árboles y la belleza de las flores, tendemos a menospreciar a los líquenes y a las bacterias con las que conviven en estrecha armonía, sin pararnos a pensar en lo mucho que les debemos, pues sin ellos nada de lo que somos habría sido posible.

Puestos a aventurar teorías sobre nuestro origen, en todas las épocas por las que hemos transitado los humanos no hemos dejado de especular.

Primero, guiados por el instinto de supervivencia y por el miedo a enfurecer a la Naturaleza, creamos a los dioses y a los brujos. Después cada pueblo moldeó sus particulares interpretaciones de los hechos que experimentaba cada día, dando paso a las religiones que nos llevaron a creernos la especie elegida. Pero, ¿realmente lo somos? ¿Realmente podemos considerarnos superiores al resto de especies con las que convivimos?

Ya desde antes de que Darwin escribiera El origen de las especies, muchas otras voces se habían cuestionado esa supuesta superioridad del homo sapiens, pero fue después de él cuando empezaron a proliferar mayores dudas que han ido dando paso a nuevos descubrimientos que han acabado arrojando demasiada luz como para empeñarnos en seguir a oscuras, ocultos en la profundidad de nuestro ego.

Decía Sócrates que sólo sabía que no sabía nada. Esa afirmación, en un sabio de su talla, puede parecernos una contrariedad. Pero el hecho es que estaba en lo cierto, pues cuanto más sabemos o creemos que sabemos acerca de algo, más preguntas nos hacemos, más cuestionamos lo que sabemos o creemos que sabemos y más necesitamos descubrir para poder confirmar que eso que sabemos o creemos que sabemos se corresponde a la verdad o es una mera falacia.

Lo realmente bueno del saber es descubrir que todas las ciencias están íntimamente relacionadas y que, hasta dónde no puede llegar una de ellas, puede llegar otra para ofrecer una explicación más razonada y fehaciente del hecho objeto de estudio. Así, la biología por sí sola puede tener dificultades para probar ciertas hipótesis, pero cuando se complementa con la medicina, la geología, la antropología, la historia o la estadística puede reforzar esas hipótesis o refutarlas con un grado de fiabilidad mucho más aceptable. De ahí la importancia del trabajo en equipos multidisciplinares, no ya sólo en el ámbito de la biología, sino en todos los ámbitos en los que nos movemos los humanos.


A finales de los años ochenta se publicó la obra Microcosmos, de la bióloga Lynn Margulis, en colaboración con su hijo Dorion Sagan, también hijo del astrónomo y científico divulgador Carl Sagan. Ambos autores nos explican en este libro una historia de la vida muy peculiar. En ella no nos hablan del ser humano como del master del universo que siempre hemos creído ser, sino más bien como de una especie invasora que se ha sabido aprovechar del trabajo que durante miles de millones de años ya se habían preocupado de realizar las bacterias que lo acabaron haciendo posible.

Si nos maravillamos con la evolución de un embrión humano, más podemos maravillarnos aún con la forma cómo, de la nada, surgieron las primeras bacterias en un entorno de lo más hostil. Cómo esas bacterias se fueron perfeccionando a base de probar nuevas estrategias con las que garantizar su supervivencia y la de sus descendientes.

Siempre hemos oído decir aquello de “si no puedes con tu enemigo, únete a él”. Se trata de una estrategia que los humanos hemos utilizado infinidad de veces en un intento por resolver nuestros conflictos interpersonales o de evitar la derrota en los campos de batalla en los que nos hemos ido enfrentando desde que empezamos a habitar el planeta. Pero esa estrategia es más antigua que nuestra especie. La idearon las bacterias para garantizar su reproducción cada vez que cambios bruscos en las condiciones ambientales de sus hábitats amenazaban su continuidad.

La evolución que nos ha hecho posibles a partir de aquellas primeras bacterias que surgieron en el agua no ha sido precisamente un camino de rosas. A lo largo de 3800 millones de años, la Tierra ha experimentado grandes cambios que han ido provocando la extinción de diferentes formas de vida, abruptos cambios de temperatura y de atmósfera y la separación en diferentes continentes del continente único que fue Pangea.

Darwin defendía que no sobrevivían los más fuertes, sino aquellos que se adaptaban mejor a los cambios. Las bacterias han sido unas verdaderas guerreras que han sabido unirse a sus supuestos adversarios para hacerse más fuertes y adaptarse con más garantías a sus nuevos hábitats tras cada cataclismo. Con cada uno de esos cambios que han ido incorporando en sus microorganismos a través del fenómeno que Margulis y otros definieron como endosimbiosis, han ido perfeccionando sus funciones y especializándose en determinados movimientos y habilidades que les han permitido seguir avanzando en el sorprendente viaje evolutivo.

Los humanos no podríamos vivir sin oxígeno y tendemos a pensar que en la Tierra el aire que respiramos siempre ha sido así, pero nada más lejos de la realidad. En sus comienzos, nuestro planeta vivía envuelto en dióxido de carbono. Si en la actualidad nos preocupa cada vez más el hecho de que se incrementen los niveles de este elemento en la atmósfera por el uso a gran escala de los combustibles fósiles y del efecto invernadero, en tiempos del Arqueense y del Proterozoico, hace aproximadamente 2000 millones de años, la amenaza para los microorganismos de la época fue el rápido incremento de los niveles de oxígeno en la atmósfera. Pasó de un 0,0001 a un 21 por ciento, provocando la crisis de contaminación más importante que la Tierra haya soportado jamás.

Dicha contaminación conllevó la inmediata aniquilación de muchos tipos de microorganismos porque el oxígeno y la luz solar formaban una combinación que resultaba letal para ellos. Pero las bacterias que consiguieron sobrevivir supieron cómo reorganizarse y hacerse más resistentes, multiplicándose rápidamente para reemplazar a las que eran sensibles al oxígeno en la superficie de la Tierra, mientras que otras sobrevivían por debajo de aquéllas en capas anaeróbicas de lodo y del suelo. Así fue cómo, a partir de lo que sería comparable al holocausto nuclear que tanto tememos los humanos, se realizaron las revoluciones más importantes de la historia de los seres vivos. Esas nuevas bacterias que se hicieron resistentes al oxígeno fueron las que ahora conocemos como cianobacterias. Inventaron un sistema metabólico que requería la misma substancia que había sido hasta entonces un veneno mortal, consiguiendo llevar a cabo dos importantes procesos: la fotosíntesis, que genera oxígeno, y la respiración, que lo consume. El primer proceso se realiza en los cloroplastos, que serían los precursores de la vida vegetal, y el segundo en las mitocondrias, precursores de la vida animal. A partir de ahí, se sentaron las bases que nos acabarían haciendo posibles, convirtiéndonos en parásitos del microcosmos, pues dependemos de las plantas y de las bacterias para sobrevivir.

Cianobacterias, también denominadas algas azuladas. Hoy en día se las estudia como indicadoras del cambio climático y los científicos han conseguido cultivarlas en Marte a baja presión. ¿Serán las precursoras de la vida en otros planetas, igual que lo fueron en el nuestro?

A raíz de la proliferación de las cianobacterias, otros microorganismos empezaron a alimentarse del almidón, el azúcar y los metabolitos de las cianobacterias e incluso del carbono y del nitrogeno fijado que se encontraba en las células muertas. La incesante contaminación del aire por las cianobacterias forzó a otros microorganismos a adquirir también la capacidad de utilizar oxígeno, iniciando una oleada de especiación y la creación de formas y ciclos biológicos complicados, logrando un equilibrio en los niveles de oxígeno en la atmósfera que se ha ido manteniendo hasta la actualidad y gracias al que la vida de especies como la nuestra ha sido posible.

Cuando las cantidades de oxígeno atmosférico empezaron a ser significativas comenzó a formarse una capa protectora de ozono que tuvo su origen en la estratosfera. Aquella capa de moléculas de tres átomos de oxígeno puso el punto final a la síntesis abiótica de compuestos orgánicos al detener el paso de los rayos ultravioleta de alta energía.

Escribe Lynn Margulis que “el generador de energía creado por la contaminación producida por las cianobacterias fue el requisito previo para una nueva unidad de vida, la célula con núcleo, que es el componente fundamental de los vegetales, animales, protistas y hongos.”

Basta observar a través del microscopio una célula de nuestra sangre o de nuestros tejidos para darnos cuenta de cómo en ese reducido espacio está representada toda la historia de nuestra evolución como especie. Veremos el núcleo (que encierra nuestra memoria genética), las mitocondrias (nuestros pulmones), el complejo de Golgi (que haría la función de aparato digestivo), el citoplasma (que nos recuerda que somos básicamente agua y sangre, y también al líquido amniótico que protege al feto en el útero materno) o la membrana celular (que protegería a la célula del exterior igual que la piel protege al cuerpo de la acción de agentes ambientales).

Los seres humanos no constituimos organismos únicos, sino que somos el resultado de la interacción global de millones de microorganismos que nos hacen posibles. Nuestro intestino está recubierto por capas de bacterias (flora intestinal) que, cual posidonias en el mar, velan por nuestra salud eliminando aquellos patógenos que podrían causarnos una enfermedad. Nuestro sistema inmunitario libra continuamente cruentas batallas contra minúsculos intrusos que se nos cuelan a través de la piel, las mucosas o los pulmones comandado por células especializadas que, seguramente, han heredado demasiados genes de aquellas cianobacterias a las que les debemos el milagro de existir.

Las fases por las que ha de pasar un embrión para completar su desarrollo no dejan de ser un recordatorio de las fases por las que tuvo que pasar la vida para abrirse paso en un planeta tan aparentemente estéril como lo fue la Tierra después del Big Bang. Todo empezó en el agua, con organismos unicelulares que fueron ganando complejidad a medida que iban incorporando nuevos componentes y replicándose por procesos que serían los precursores de las meiosis y mitosis actuales. Después vendría la especialización, el desarrollo de miembros como colas o alas que aumentaran las posibilidades de supervivencia y de adaptación dentro y fuera del medio acuático. Luego llegaron los cloroplastos y las mitocondrias, que dieron paso a los primeros helechos que acabarían promoviendo las grandes selvas y bosques y a los primeros reptiles, peces y anfibios que poblarían las charcas, los lagos y los mares de las edades primigenias del planeta. Los mamíferos y las aves serían los últimos en aparecer y, tras ellos, llegamos los humanos, creyéndonos los amos y señores de un paraíso que dista mucho de pertenecernos.

Cloroplastos y Mitocondria.

Si comparamos los embriones de distintos animales, incluido el humano, veremos que todos se parecen mucho en sus fases iniciales, pero a partir de un determinado momento, empiezan a diferenciarse hasta acabar convertidos en individuos completamente diferentes. Todos los seres que habitamos el planeta partimos del mismo origen, aunque perseguimos fines muy distintos. Si atendemos a la historia de la Tierra, no debería sorprendernos que todos acabaremos extinguiéndonos para dar paso a nuevas especies que no dudarán en incorporar nuestro particular legado a sus organismos para hacerlos más viables y adaptables al mundo del futuro.

De hecho, llevamos décadas creando inteligencia artificial de la que por el momento nos estamos sirviendo nosotros para mejorar nuestras vidas presentes, pero que en el futuro, esa inteligencia bien podría servirse de nosotros para avanzar hacia un mundo liderado y gobernado exclusivamente por robots.

Quizá dentro de unos cuantos millones de años o tal vez mucho antes, algún organismo del futuro nos estudie en su moderno microscopio como ahora nosotros estudiamos a las cianobacterias en un enésimo intento de encontrar el eslabón perdido que le dé pistas para responderse a las eternas preguntas del “¿Quién soy? ¿De dónde vengo? o ¿A dónde voy?".

 

 

Estrella Pisa

Psicóloga col. 13749

 

Bibliografía consultada: Microcosmos, cuatro mil millones de años de evolución desde nuestros ancestros microbianos. Lynn Margulis i Dorion Sagan- 1986.

Comentarios

  1. Muy interesante. No conocía el libro Microcosmos, me lo apunto. Gracias y enhorabuena por el post.

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    1. Muchas gracias, Txus.
      Me alegra que te haya gustado.

      Un abrazo.

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  2. Interesante articulo. Para reflexionar. Saludos!!

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