Aparentando Dignidad
De todos o de casi todos es
sabido que las apariencias engañan, que nada acaba siendo lo que parece que es
y que nadie es del todo santo ni del todo demonio. Pero, aún siendo conscientes
de ello, tendemos a seguir cayendo en la trampa cada vez que conocemos a
alguien y decidimos categorizarle por lo primero que nos muestra de sí mismo.
La
primera impresión que nos creamos de una persona suele determinar el tipo de
relación que acabaremos estableciendo con ella. Por
más que intentemos ser objetivos y consecuentes con nuestras actitudes hacia
los demás, nuestra mente puede acabar incurriendo en sesgos cognitivos que nos lo
pondrán todo muy difícil y, en muchos casos, nos harán sucumbir a sus caprichos
perceptivos.
Los escaparates en los que nos
llevan a exponernos las nuevas formas de comunicarnos con los demás en las
redes sociales son el medio idóneo para confundir a nuestra mente mostrándole
por bueno lo que no lo es y demonizando aquello que, en realidad, no encierra
ningún peligro para nadie.
Imagen de Pixabay |
En esas redes sociales a los
que muchos hemos acabado habituándonos, es tremendamente fácil sucumbir al
fenómeno de la deseabilidad social.
Lejos de mostrarnos como realmente somos, nos acostumbramos a mostrarnos como
creemos que a aquellos que nos siguen les gustaría que fuésemos. De ese modo,
caemos también en la trampa de creer que podemos leer las mentes de los demás y
lo único que hacemos es equivocarnos doblemente. Porque nadie puede adivinar lo
que hay en la mente de otra persona, por más que crea conocerla, y ninguna
relación que establezcamos con otra persona tendrá asegurada su continuidad si,
ya desde el principio, parte de una impostura.
¿De
qué nos sirven los likes en nuestras publicaciones en redes sociales, si no nos
estamos mostrando como somos de verdad? ¿Qué mensaje interpretamos de que a
alguien le guste lo que, en realidad, no somos? ¿Tiene sentido invertir tanto
tiempo y tanto esfuerzo en construirnos una identidad que sólo ejerceremos de
cara a la galería?
Aunque nos parezca que esta
superficialidad contagiosa sea un fenómeno que ha surgido en el siglo XXI, como
un daño colateral del impacto que suposo a finales del siglo XX la irrupción de
internet, en realidad ha existido toda la vida, pues siempre han habido personas
que han vivido de cara a la galería, ocultando sus verdaderos deseos y sus
pecados más inconfesables.
Las
redes sociales son algo reciente en nuestras vidas cotidianas, pero los patios
de vecinos, las porterías, los mercados o los bancos de las plazas han existido
siempre y han sido escenario de demasiados rumores y demasiados prejuicios.
Pocas personas pueden escapar
de la indiscreción de algunos de sus vecinos, que parecen tener ojos en todas
partes y que, sin que nadie les explique nada, parece que lo saben todo de cada
uno. Pero siempre hay familias que saben esconder mejor que otras aquellos
episodios de sus vidas que les hubiese gustado poder borrar y, aunque nada
puede permanecer oculto durante mucho tiempo sin que alguien empiece a atar
cabos y lo acabe sacando a la luz, a veces esas familias logran engañar a todos
aquellos con los que se relacionan y labrarse un prestigio que, tal vez, no
merecerían. Sorprende que, para ocultar
una debilidad propia, algunas personas se dediquen a recriminarle a las demás
sus debilidades, creyéndose muy dignas de hacer sentir indignas a las otras.
En su novela Lo que callan los muertos, la novelista
asturiana Ana Lena Rivera, retrata
muy bien a una de esas familias, en las que nada resultará ser lo que parece
cuando se desmorona el pilar fundamental sobre el que se sustenta.
A veces somos demasiado
inflexibles con nosotros mismos, hasta el punto de no estar dispuestos a
perdonarnos ni un solo traspiés. Porque creemos, erróneamente, que las personas
respetables no han de cometer errores y que los deseos que nos parecen
irrefrenables son tentaciones en las que nunca deberíamos caer.
¿Cuántos
padres o hermanos de la época de nuestros abuelos o de nuestros padres no
habrán jugado el rol de jueces de sus propios hijos o hermanos, condenándoles a
vivir vidas sin sentido, simplemente por no dejarles salir de sus particulares
armarios?
El
miedo al qué dirán ha tenido mucho mayor peso para todos ellos
que el derecho a vivir la vida que a cada uno le venga en gana vivir. Porque
vida sólo tenemos una y nadie debería creerse en el derecho de dirigírsela a
nadie.
El
mundo sería un lugar mucho más agradable si cada uno se ocupase de su vida, de
atreverse a ser quién es de verdad, y pertimitiese que el resto hiciera lo
mismo.
La dignidad no tiene nada que
ver con ese dicho tan socorrido de lavar
los trapos sucios en casa. Más bien debería definir a las personas que se
atreven a ir por la vida sin máscaras y sin avergonzarse de haberse caído las
veces que haya hecho falta hasta llegar a ser quienes son. Porque todos tenemos
trapos sucios que lavar; todos la hemos fastidiado cientos de veces; todos
hemos tratado mal a alguien cuando menos se lo merecía; todos hemos pecado de
ingenuos, de irresponsables, de impertinentes o de inflexibles. Pero nada de
todo eso nos convierte en mostruos que tengan que esconderse tras capas y
filtros que distorsionen nuestra realidad hasta convertirla en otra bien
distinta ante los ojos de quienes nos miran.
La
dignidad, si sólo se aparenta, deja de ser digna para convertirse en una hipócrita
que critica de los demás lo que no soporta de sí misma.
Para la importancia que nos
llegamos a dar y para el mucho tiempo que invertimos en tratar de esconder a
nuestros fantasmas en esas partes de nuestra realidad que vetamos a los demás,
somos demasiado ingenuos. Tan ocupados estamos en disfrazarnos de quienes no
somos que no nos damos cuenta del mucho tiempo que perdemos al dejar de ser
nosotros. La vida, que a veces se nos antoja muy larga, es en realidad
demasiado efímera como para que la despreciemos de una forma tan estúpida. Si
una inteligencia no humana se dignase un día a estudiarnos tal vez llegaría a
deducir que somos una especie muy cómica y, a la vez, muy contradictoria.
Dedicamos media vida a sentir y el resto a negar lo que sentimos, por guardar
las apariencias o por conseguir mayor número de likes que aquellos perfiles a
quienes consideramos nuestros rivales.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
Estupendo artículo, y cuánta verdad. Lo empecé y no pude despegar el ojo. Me gustaría compartirlo, voy a ver si está la opción. Hace tiempo no leía una verdad tan clara y contundente. Gracias!
ResponderEliminarMuchas gracias, Matt. Me alegra que te haya gustado.
EliminarUn fuerte abrazo.
Ya vi que sí, y lo he compartido.
ResponderEliminarBuen post. Lo sé de primera mano.
ResponderEliminarMuchas gracias, Keren.
EliminarUn fuerte abrazo.
Querida Estrella,
ResponderEliminarEso de meter la nariz en la vida de los demás es una especie de deporte nacional, algo muy propio de nuestra idiosincrasia. Por algo esos programas de cotilleo son líderes de audiencia. Es más, a veces, parece que cuánto peor le va al vecino, mejor se siente uno, cosa que roza una mezquindad irracional. Supongo que la clave no está en lo imperfectos que llegamos a ser, sino en nuestra capacidad para detectar esos sentimientos que no suman absolutamente nada a nivel personal.
Genial como siempre, Estrella. ¡Gracias!
Disculpa la demora en contestarte. Ver la paja en el ojo ajeno es una esas cosas que nos apasionan, pero lo de aprender a mirarnos al espejo sin maquillaje es otro cantar.
EliminarUn muy fuerte abrazo.