Siguiendo los Dictados de Nuestra Mente
Con más frecuencia de la que
nos gustaría admitir caemos en el error de creer que los demás ven y entienden
el mundo igual que lo vemos y lo entendemos nosotros. Así, nos enojamos cuando
alguien trata de llevarnos la contraria y no dudamos en tildarle de irracional
o de carecer de sentido común. Damos por hecho que es esa otra persona la que
se está equivocando, sin cuestionarnos, ni por un momento, nuestras propias
convicciones.
¿Percibimos
la realidad o la interpretamos de manera que nos encaje en nuestros
particulares esquemas?
Para dar respuesta a esta incógnita
basta con hacer un experimento: proponerle a un número determinado de personas
que acaban de presenciar un hecho concreto que nos den su versión de lo que han
percibido. Nos sorprenderá descubrir que no encontraremos dos relatos iguales.
Todos partirán del mismo hecho, pero todos lo explicarán de forma distinta y le
atribuirán causas y consecuencias diferentes. Algunos serán muy concretos,
limitándose a resumir con pocas palabras lo que han visto u oído. Otros, en
cambio, se perderán por las ramas, divagando entre suposiciones. Y siempre
habrá quien se haya fijado hasta en el mínimo detalle, pudiendo ofrecernos una
fotografía muy fidedigna de la escena contemplada, salvo por la particularidad
de que sólo será válida cuando se la enfoque desde el mismo prisma, pues si la
persona la hubiese enfocado desde otro ángulo, como por ejemplo, desde la acera
de enfrente, los detalles percibidos no habrían sido los mismos.
Cuando
analizamos un hecho no sólo nos fijamos en la información que recibimos a
través de nuestros sentidos, sino que partimos de la información almacenada en
nuestras neuronas referente a experiencias anteriores en el análisis de hechos
similares. Eso es principalmente lo que nos diferencia de una cámara
fotográfica o de vídeo. Las cámaras no
se basan en las fotos que han realizado anteriormente, sino que se enfrentan a
esa nueva imagen por primera vez, sin juzgar lo que captan, siendo plenamente
objetivas en su cometido.
La
mente humana, en cambio, se vale de la memoria, del aprendizaje previo y de los
prejuicios que le ha ido inoculando la cultura en la que se ha desarrollado. A
esa complejidad hemos de sumarle el hecho de que cada mente humana es distinta
a cualquier otra mente humana.
En los años cincuenta del
siglo XX, Roger Sperry realizó una
serie de experimentos con pacientes de cerebro dividido tras una intervención quirúrgica
que les cortaba el cuerpo calloso como técnica novedosa para tratar la epilepsia.
Estos experimentos permitieron descubrir que el hemisferio izquierdo del
cerebro se ocupa del lenguaje, la lógica
y el cálculo, mientras que el lado derecho es el responsable de la conciencia
espacial y gráfica, la creatividad y el talento musical. También llevaron a
considerar la intrigante posibilidad de que todos tengamos dos “yoes”
diferentes, cada uno albergado en uno de los hemisferios cerebrales.
Antes de estos experimentos
pocos se atrevían a poner en duda la unidad de la mente. Los trabajos de Sperry cambiaron el panorama de la
investigación y les sirvieron de base a otros científicos como Howard Gardner y Robert Ornstein que desarrollaron complejas teorías que analizaban
el cerebro, descomponiéndolo en sus partes componentes. Estas teorías postulan la
existencia de módulos estructurales y funcionales discretos, semiautónomos,
dentro del cerebro. A veces estos módulos, que Orstein denomina “multimentes”
y Gardner “inteligencias múltiples”, cooperan unos con otros. Otras veces
compiten entre sí.
En cada persona, algunos
módulos tienen más probabilidades que otros de estar desarrollados. Así, quizá
estén más dotadas para determinadas actividades y menos dotadas para otras. Lo
mismo ocurre a la hora de asimilar tipos de conocimiento. Que alguien sea brillante
en matemáticas no implica que tenga que ser también un gran conversador ni una
persona hábil con las manos a la hora de reparar averías domésticas. Y, según
se determinen nuestras capacidades, las estructuras de nuestra mente adoptarán
unas u otras divisiones.
Aun partiendo de experiencias
similares en una época histórica común, dos personas pueden albergar mentes tan
dispares como la noche y el día, porque no hemos de olvidar el peso de la
influencia genética y del ambiente familiar en el que se cría cada persona.
Compartir características como tener la misma edad o asistir al mismo colegio
no implica que esas dos personas no puedan estar viviendo realidades muy
diferentes en su seno familiar. La manera cómo aprendemos a expresar nuestras
emociones o a tratar de esconderlas, las ideas que nos inculcan sobre lo que
existe fuera de las cuatro paredes del hogar o los comportamientos que vemos en
las personas que son nuestros adultos de referencia (padres, hermanos, abuelos,
...) irán determinando la forma en que nuestra mente se irá poblando de
experiencias y de interpretaciones.
Desde el mundo antiguo, los
humanos hemos aceptado con mayor o menor estoicismo la realidad de que nuestro
cuerpo puede enfermar, pero siempre nos hemos resistido a aceptar que la que
enferme sea nuestra mente. Lejos de entender el cerebro como un órgano más,
cuyas células pueden descontrolarse y empezar a generar neurotransmisores y
hormonas que la acaben perjudicando (igual que el páncreas puede empezar a
segregar enzimas de forma compulsiva hasta provocarnos una pancreatitis que nos
podría matar), lo que hemos venido haciendo desde hace siglos es tratar de negar las enfermedades mentales y
de esconder a quienes las padecen, bien confinándoles en casa y
prohibiéndoles llevar la vida que merecen o bien internándoles en instituciones
de las que a veces no volvían a salir.
En el momento actual, pese a
los muchos avances en psiquiatría, neurología y psicología, y pese a la creciente
sensibilización de la población, que cada vez aboga más por la normalización de
la enfermedad mental y por invertir más recursos públicos en su correcto
tratamiento, la mayoría de las personas que padecen algún tipo de trastorno
mental siguen sufriendo en silencio por culpa de la estigmatización a la que se ven sometidos en los centros educativos
a los que asisten, en sus puestos de trabajo, en su ambiente familiar o en sus redes sociales.
Estas últimas se han acabado
convirtiendo en un coladero de intolerantes
e impertinentes que se creen con derecho a mofarse de las desgracias de los
demás y a creerse superiores a cualquiera que dé muestras de sensibilidad o de
fragilidad.
Qué
valiente se puede llegar a sentir un indeseable ante una pantalla cuanto nadie
le pide que se identifique. Qué actividad más interesante la suya: invertir
horas de su precioso tiempo en destrozarle la vida a los demás. ¿Acaso en su
perfecta vida su perfecta mente no es capaz de encontrar algo más útil a lo que
dedicarse? ¡Qué lástima! ¡Cuánto talento desperdiciado! ¡Qué poco valoran
algunos su tiempo!
Padecer una depresión, tener
tendencia a la ansiedad, estar dentro del espectro autista o haber sido
diagnosticado de TOC o de esquizofrenia, no convierte a nadie en ningún
monstruo del que tengamos que huir. Es más, si todos consultásemos a especialistas en psiquiatría, en neurología o
en psicología, a todos nos encontrarían algún tipo de trastorno, porque todos
tenemos parches en la mente, exactamente uno por cada trauma superado. Que
nunca nos hayan puesto una etiqueta, no significa que nos tengamos que sentir
más sanos que los que sí han sido diagnosticados. Tal vez sólo seamos simples
falsos negativos.
Todos
somos vulnerables, pese a que nuestro carácter nos permita ir disfrazados de
fortaleza. En cualquier momento, nuestra mente nos puede jugar una
mala pasada y hacernos tropezar. Porque dependemos del comportamiento de unas
pequeñas células que sinaptan unas con otras cada vez que tenemos que tomar una
decisión, por nimia que sea. Basta que una de esas conexiones falle para que se
nos pueda desencadenar lo imprevisto y acabar rompiéndonos por dentro como delicadas
piezas de cristal.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
Bibliografía consultada: El
lenguaje secreto de la mente- Guía visual de los misterios de la conciencia-
David Cohen- Debate - 1996
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