La Perspectiva del Tiempo
Nuestra
vida se va marcando por las cosas que nos pasan. A veces estas cosas son
buenas, otras no lo son tanto y algunas nos pueden llegar a desgarrar por
dentro, aunque por fuera sigamos pareciendo muy enteros.
Estar
vivos implica correr riesgos como la enfermedad, la pérdida de los seres más
queridos, el fracaso en aquello que emprendemos, el desamor, la soledad, la
ruina económica o la propia muerte, que tarde o temprano, nos acaba alcanzando
a todos por mucho que pretendamos ignorarla o engañarla. No hay cosmética ni
cirugía estética lo suficientemente eficaces como para evitarla. Los años están
ahí, aunque nos empeñemos en contarlos haciéndonos trampas al solitario y el
desgaste, aunque no se vea bajo las capas de tantos retoques, nos acaba minando
por dentro porque la biología es imparable.
Pero
vivir también implica sorpresas agradables y aprender cada día acerca de
nosotros mismos y de los demás. Es precisamente esa oportunidad constante de
maravillarnos con nuevos descubrimientos, ya sean en forma de conocimientos o
en forma de experiencias que recordaremos el resto de nuestras vidas, la que
hace que nos merezca mucho la pena seguir vivos o por lo menos intentarlo.
Ante
la pérdida de un ser querido nunca falta quien nos recuerde aquello de que “el
tiempo lo cura todo”. Y, en ese delicado momento en que nos encontramos, en que
la pena lo inunda todo y nuestra mente no está para otra cosa que no sea negar
lo sucedido a base de sumirse en un sueño inducido por el dolor, nos resulta
imposible creer en la veracidad del mensaje de ánimo que intentan transmitirnos
con esa frase hecha. Tal vez porque sabemos, por experiencia de pérdidas
anteriores, que los muertos se mueren para siempre, pues ninguno regresa. Y que
nada volverá a ser como antes.
Aprender
a vivir con la ausencia de alguien que ha sido fundamental en nuestras vidas es
una de las peores sentencias con las que nos puede condenar la vida.
En
Sinaptando no acostumbro a hablar en primera persona, pero hoy quiero hacer una
excepción, dado que el tema me toca de lleno. Estos primeros días de enero se
han cumplido cuarenta años de la muerte de mi padre, un ser de luz a quien la
vida se le empezó a apagar a los treinta y un años. Vivió hasta los cuarenta,
pero envuelto en sombras que no le permitieron volver a ser la persona que había
sido. La última vez que le vi fue un 31 de diciembre, cuando una ambulancia vino a
buscarle a casa para llevarle al hospital. Pasó tres días en coma inducido y ya
no volvió a despertarse. Yo no había cumplido aún los catorce años, pero de
alguna manera intuía y temía ese fatal desenlace. Cuando una de mis hermanas
entró en casa y me dio la noticia el mundo se derrumbó bajo mis pies. Perder a
mi padre, a mi amigo, a mi maestro... era lo peor que me podía pasar en aquel
momento.
Recuerdo
los días que sucedieron a su muerte como los más difíciles de toda mi vida,
porque en los dos últimos años, mi padre se había convertido en mi referente y
sin él me sentía incapaz de seguir viviendo en un mundo que no me gustaba,
porque no lo entendía y no tenía ningún interés en aprender a entenderlo.
Recuerdo, también, que en esas noches recé por última vez, pidiéndole a un Dios
en el que aún no había dejado de creer que no me dejase despertarme al día
siguiente. Pero cada día despertaba y tenía que sumirme en la realidad de un
mundo en el que mi padre ya no estaba. Y nunca me sentí más sola ni más frágil.
En
verdad no estaba sola. Tenía a mi madre, tenía a mis dos hermanas, tenía a mis
abuelos, a mis tíos, a mis muchos primos. Pero no era capaz de conectar con
ninguno de ellos. Sólo veía mi dolor e ignoraba el suyo. Tal vez fue la época
de mi vida en que fui más egoísta y menos empática. Y me consta que causé mucho
dolor a muchas personas que me querían y especialmente a mi madre. El duelo por
la muerte de mi padre me duró casi cuatro años. Cuatro años en que viví encerrada
en mí misma y en mi dolor, de espaldas al mundo y a los demás. Había dejado de
estudiar a los catorce, apenas tenía amigos, salvo los que había hecho por carta
a partir de los dieciséis, y sólo salía de casa cuando tenía algún trabajo de
temporada. Fue en uno de esos trabajos donde empecé a relacionarme con gente
nueva que consiguió descubrirme realidades que, por primera vez en mucho
tiempo, me motivaron lo suficiente como para querer intentar entender el mundo.
Gracias a ese nuevo interés y al apoyo incondicional que me ofrecían mis amigos
en sus cartas, conseguí salir de mi propio pozo y empecé a enfrentarme cara a
cara con la vida.
Cuarenta
años después sigo sin entender el mundo, pero he comprendido que a los catorce
años no huía de él, sino de mí misma. De mi fragilidad, de mis miedos, de mi
ignorancia. El mundo es demasiado grande para que nos quedemos con una sola
versión de él. Tiene tantas versiones como personas intentamos abarcar su
complejidad. Y esas versiones están construidas a partir de la imagen que
tenemos de nosotros mismos. Si no nos gusta lo que vemos fuera, sólo es
cuestión de plantearnos si de verdad nos gusta lo que escondemos dentro de
nuestra mente.
Me
pasé la adolescencia escribiendo la palabra LIBERTAD en todas partes. Incluso
llegué a bordarla con letras blancas en una mantelería. Mi madre me decía a
menudo: “cualquiera diría que vives en una cárcel”. Yo me sentía en una cárcel,
y estaba convencida de que esa cárcel era la vida que me estaba tocando vivir,
la vida a la que estaban destinadas muchas chicas de mi edad en los inicios de
los años ochenta, que pasaba por estudiar, trabajar, encontrar pareja estable,
casarse y tener hijos. Una vida que yo no quería para mí, pero contra la que
tampoco hacía nada. Sólo perder el tiempo en mis divagaciones. Muchos años
después, un día entendí que mi única cárcel había sido mi propia mente y que
mis únicos límites me los había estado poniendo yo misma.
Entender
la vida, entender la muerte o entender la libertad no es cuestión de tiempo. El
tiempo, de por sí, no cambia nada, sólo nos cambia a nosotros de aspecto. Lo
que acaba obrando el milagro del cambio, en realidad, es la perspectiva que nos
da el tiempo.
Un
mismo hecho, analizado en el momento que pasa, nos puede parecer una desgracia insoportable.
Pero, años después, todo lo que hemos vivido desde entonces, nos puede dotar de
los recursos mentales que antes no habíamos tenido y que nos permitirán
interpretarlo de un modo que nos haga menos daño y que nos ayude a cerrar
heridas, aunque las cicatrices permanezcan visibles para siempre.
En
muchos de esos cuarenta años transcurridos desde la muerte de mi padre, muchas
veces me he engañado a mí misma pensando en cómo habría sido nuestra relación
de haber seguido él con vida. No me daba cuenta de que, tal como estaba la
salud de mi padre, si no hubiese muerto en el momento en que lo hizo, lo habría
hecho poco después. Su cuerpo se había deteriorado tanto a causa de los
psicofármacos que tomaba, de lo mucho que fumaba y de su inactividad, que
habría sido un milagro que pudiese sobrevivir mucho más tiempo del que vivió.
Uno de
mis amigos siempre decía que “vivir no es un deseo, sino un destino”. Creo que
discrepo bastante de esa idea, pues aunque alguien demuestre que es verdad eso
de que todos tenemos el destino escrito desde que nacemos, yo prefiero creer
que es la voluntad la que mueve montañas y que, por tanto, el deseo de vivir es
el que nos mueve a seguir aquí, intentando entender el mundo y conformándonos
con tratar de entendernos a nosotros mismos.
Mi
padre, del modo en que yo le veo ahora, ya hacía mucho tiempo que había dejado
de sentir ese deseo de vivir y ya no se maravillaba descubriendo realidades
nuevas. Empezamos a morir en el momento en que dejamos de soñar.
La
realidad es la que es para cada uno, con sus luces y sus sombras, pero no
podemos culparla de no ajustarse a nuestro ideal de lo que debería ser la vida.
Vivir de espaldas al mundo y a los demás nunca es una solución saludable, tal
vez sólo sea el principio del caos. Cierto es que a veces uno ha de tocar fondo
para darse cuenta de su error y poder salir a flote con la ilusión de empezar
de cero. Pero hay quien no lo consigue y se queda para siempre en el fondo de
su pozo particular y, por consiguiente, también en la memoria de los que
tendrán que habituarse a convivir con su ausencia.
Estrella
Pisa
Psicóloga
col. 13749
A mi
padre, un ser de luz que se perdió entre sus sombras.
A mi
madre, un ser excepcional que siempre ha sabido brillar en la luz y en la
oscuridad.
Gran artículo, en muchos aspectos me siento identificado con tus palabras y reflexiones, en mi caso viéndolo ahora con las perspectiva del tiempo también creo que mi madre en sus últimos años también había perdido la ilusión por vivir.
ResponderEliminarMuchas gracias por leer el post y comentarlo, Benjamín.
EliminarSiempre resulta doloroso sentir que alguien a quien quieres tanto haya perdido la ilusión por vivir hasta el punto de dejarse morir lentamente. Creo que es la peor forma de suicidio que existe porque la agonía se eterniza y el dolor lo acaba abarcando todo.
Vivir tiene que ser algo más que limitarse a seguir respirando y a arrastrar los pies por días idénticos en los que nunca sale el sol, simplemente porque no nos dignemos a abrir los ojos para contemplar lo que sucede a nuestro alrededor. Pero, lamentablemente, hay personas que no consiguen vivir de otra manera, bien porque no han sabido encauzar de un modo más saludable lo que han vivido con anterioridad o porque ya se sienten de vuelta de todo y el reto de volver a empezar no les motive lo suficiente.
Un fuerte abrazo.
Hola,
ResponderEliminarSABES que te quería y que aunque los padres y madres tienen su propia forma de demostrarlo - nos quieren a su manera-. Este año, es el más cercano a la muerte, por una cosa o por otra. En todo caso, creo que no hay palabras que puedan expresar ni la mitad de lo que has demostrado. Besos al cielo y tu trabajo hace que sea necesaria la reflexión.
Muchas gracias, Keren.
EliminarUn abrazo enorme.
¡Buff, Estrella...!
ResponderEliminarDiana al centro de los demonios que también a mí me atraparon. Has sido muy valiente y honesta hablando en primera persona y desnudando aquello que te hizo sufrir y, por supuesto, empatizo contigo, con todo lo que te sucedió y con la forma que tienes de analizarlo ahora.
Cuando mi madre falleció hace cuatro años llegué a odiar esa frase "el tiempo lo cura todo" y por extension odiaba a todo el que me lo decía. No me voy a explayar en mi experiencia porque tiene tantos episodios similares que sería como un relato espejo. Sí que te diré que no tardé mucho en comprender que el tiempo no cura nada, porque el dolor nunca se va, pero sí que es cierto que nos da perspectiva para gestionar y controlar el dolor. Y aquí te dejo una de las frases del libro "la magia de la felicidad" de Enrique Mariscal, que dice que "la muerte hace renacer lo que en ti no ha muerto" que, en definitiva, es lo que a mí me salvó, especialmente a través de la escritura y la literatura.
Reconfortante y terapéutica la lectura de este post que me ha dejado suspirando un buen rato, con esa ausencia llena de presencia.
Gracias, Estrella
Hola Matilde,
EliminarMe alegra un montón verte de vuelta por este entorno virtual.
Lamento que tengamos en común pérdidas tan importantes, pero así es la vida y, a medida que vamos cumpliendo años, la pérdida se va volviendo una constante, pero la clave para no desfallecer está en aprender a reinterpretar la propia vida y la muerte de aquellos que han sido tan importantes en ella. Por ello
me parece magnífica la frase de Mariscal. Nadie se lleva todo lo que ha sido, sino que deja montones de versiones de sí mismo que son como semillas que terminan en las mentes de quienes le conocieron y le quisieron. Y cuando comprendes eso te das cuenta de que la vida nunca termina con la muerte, sólo se perpetúa en la memoria mientras alguien nos recuerda.
Un abrazo enorme y mil gracias por estar siempre al otro lado.