Refugiándonos en las Heridas
Aunque intentemos ir de
fuertes y de autosuficientes por la vida, los humanos estamos hechos de sangre
y huesos. Sangre que se nos puede derramar y huesos que se nos pueden quebrar
por cualquier circunstancia inesperada.
Nos gusta creernos infalibles
e inmortales, pero somos frágiles y tenemos fecha de caducidad, igual que
cualquiera de los productos biológicos que utilizamos para alimentarnos.
Conscientes
de que estamos aquí de paso y de que nada de todo lo que consideramos
importante y necesario para vivir tendrá sentido el día que caduquemos, tal vez
lo más sensato sería lanzarnos a aprovechar cada uno de los días que aún
estemos por aquí, procurando no amargarnos demasiado la existencia ni
amargársela a quienes nos acompañan durante este viaje que a veces nos puede
parecer maravilloso, otras tedioso y otras tan insufrible como la peor de las
condenas.
Cierto es que la vida no es
ningún camino de rosas. Ni siquiera las personas que tienen la suerte o la
desgracia de tenerlo todo desde la cuna consiguen esquivar alguna que otra
piedra en los zapatos. Porque el dinero no puede comprar la felicidad y ésta es
tan condenadamente relativa que para cada persona significa una cosa distinta.
Pensamos que las personas se
angustian ante los problemas que consideramos justificados. La enfermedad o la
muerte de un ser querido, la pérdida de empleo, los problemas para llegar a fin
de mes, la conducta inapropiada de algún hijo, la infidelidad de la pareja o
volver a tener el coche en el taller con una avería importante, por mencionar
algunos.
Pero hay personas que sufren por circunstancias que en nada se parecen a
esos problemas que consideramos tan comunes. Son personas que se aíslan tanto
de la realidad de los demás que acaban viviendo en una especie de mundo
paralelo, que se rige por otras reglas y otros valores que no les permiten
bajar la guardia ni un instante. Se pasan buena parte de su vida
lamentándose por alguna desgracia que padecieron en algún momento de su pasado
y, lejos de superarla, se la cargan a la espalda como una pesada cruz de madera
con la que van haciendo penitencia.
Las
heridas, para que sanen, hay que dejarlas al aire. Han de
cicatrizar y luego secarse y, cuando finalmente se desprenden las costras
quedará una cicatriz para recordarnos lo que nos pasó. Podemos optar por
compartir la anécdota despojándola de toda su crudeza y no darle más
importancia. O podemos tapar la herida y taparnos nosotros con ella, sin
permitirle cicatrizar y sin permitirnos dejar de hurgar en el dolor.
El
dolor no es precisamente una casa confortable. Sus estancias son oscuras y sus
paredes rezuman demasiada humedad. Las lágrimas, en demasía, son como la lluvia
cuando se descontrola, desborda los ríos y acaba arrasándolo todo a su paso.
Una
herida abierta es un foco de infecciones. Si no actuamos con
rapidez, limpiándola debidamente con suero fisiológico y soluciones
antibióticas, corremos el riesgo de buscarnos un problema mucho más serio. Con
las heridas psicológicas ocurre lo mismo. Si no se cierran adecuadamente, la
infección puede llegar a extenderse a todas las facetas de las personas que las
padecen.
Las
personas hemos de ser mucho más que nuestras heridas y nuestros traumas. Tenemos
derecho a llorar, a sentirnos ofendidas, a rompernos cada vez que algo o
alguien nos ponga contra las cuerdas y a quejarnos de nuestra supuesta mala
fortuna. Pero lo que no podemos hacer es anclarnos en nuestro dolor,
victimizándonos de por vida.
La
no superación de un episodio complicado del pasado puede llevarnos a hipotecar
el presente y a perder de vista el futuro. Quedándonos a vivir
dentro de las heridas nos acabamos convirtiendo en el principal patógeno que impedirá
que se cierren y que acabará cavando nuestra tumba.
A
lo largo de nuestras vidas, todos nos hemos podido sentir víctimas alguna vez. Nos
hemos podido sentir engañados, azotados por alguna tragedia, ninguneados en
determinadas circunstancias o maltratados por aquellos que nos han acompañado
en algunos tramos de nuestro particular viaje. Pero sentirnos víctimas no necesariamente ha de convertirnos en víctimas
perpetuas. Hay una diferencia importante entre el sentir y el ser. El
sentimiento es temporal, puede fluctuar en función de las nuevas
circunstancias. El ser, en cambio, es constante y acaba definiéndonos como
personas.
Somos capaces de examinar con
lupa los mensajes que nos dirigen los demás para decidir si nos ofenden o no y
de valernos de ellos para justificar nuestra posición de víctimas. Pero, en
cambio, no invertimos el mismo tiempo en examinar las palabras que utilizamos
en los mensajes que, constantemente, nos enviamos a nosotros mismos. Buena
parte de nuestro malestar tiene su origen en ese mal uso del lenguaje a la hora
de elegir las palabras con las que ensamblamos nuestros argumentos.
El
tiempo, de por sí, no puede sanar las heridas de nadie a menos que le ayudemos
dejándolas al aire para que respiren y nos permitan respirar. Pero
el tiempo puede enseñarnos a cambiar la perspectiva, mirándonos desde otros
lados, con los ojos de otros que nos ven, con la experiencia añadida que nos
dan los años y con la información que el dolor del principio no nos dejaba
entender.
Imagen encontrada en Pixabay |
Las
heridas nunca deberían convertirse en un refugio para nadie, pues nadie puede
sentirse a salvo en medio de tanto dolor. Pero, aún así, hay
personas que optan por transitar por esa vía y se niegan a abandonarla. Ese
tren no lleva a ninguna estación. Sólo da vueltas en círculo alrededor de unos
hechos que quienes los vivieron se niegan a aceptar, a perdonar, a superar.
Mientras, desde las vías paralelas, cada día parten trenes cargados de
oportunidades que estas personas se empeñan en dejar pasar, como si la vida ya vivida
fuese más importante que la que les queda aún por vivir.
Atrapadas en un tiempo de sombras
y resentimiento, como relojes estropeados que un día dejaron de marcar las
horas, sienten que siguen vivas sólo porque siguen advirtiendo el escozor de
sus heridas con cada nuevo latido de sus fatigados corazones.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
Hola Estrella, me encanta esa forma tan sencilla que utilizas para explicar lo dañino que es quedarse estancado en algún punto negativo de la existencia hasta el punto de regodearse en él. Un abrazo 🐾
ResponderEliminarMuchas gracias, Rosa.
EliminarMe alegra mucho que te haya gustado. Todos tenemos heridas, pero si todos nos dedicásemos a escondernos en ellas, el mundo se pararía, pues nadie haría el mínimo esfuerzo por impulsarlo hacia adelante. La vida no es una condena, aunque muchas veces nos lo pueda parecer. Es más bien una oportunidad para seguir descubriendo lo que somos capaces de llegar a ser, si nos da la gana. Feliz día de la mujer.
Un fuerte abrazo.
Hola Estrella
ResponderEliminarHas utilizado muchas metáforas que ilustran a la perfección los dientes del dolor, su adicción y ese salto imprescindible sobre nosotros mismos para salir adelante. Coincido contigo en que a veces el dolor deja a las personas ancladas en una especie de "vida paralela" que sería algo así como "yo y mi dolor", no hay espacio para nada más, sin sopesar que del dolor, al final, se sale más fuerte, más sabio, más consciente... No sé, resiliencia creo que lo llaman.
Aprendiendo con tus reflexiones, Estrella, y encantada de leerte. Siempre me recuerdas lo importante que es caminar con la vista en el ahora...
Un muy fuerte abrazo
Muchas gracias, Matilde.
EliminarEl presente es lo único que realmente tenemos y no tenemos derecho a despreciado ni a ignorarlo, porque sólo pasa una vez y, o lo cogemos al vuelo, o se nos escapa para siempre. Yo empecé a vivir realmente el día que dejé de decir "quiero ser" y empecé a decir "soy". Porque se trata de vivir hoy, ahora y no mañana. Nadie nos garantiza el futuro, igual que nadie nos puede devolver el pasado para que rectifiquemos lo que no hicimos bien. Sólo tenemos presente y es todo nuestro si nos dignamos a tratarlo como se merece.
Un abrazo enorme.
Y así me he hinchado de tus palabras para pasar una tarde magnífica...
EliminarGracias, Estrella
Gracias a ti siempre, Matilde.
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