Traspasando Techos de Cristal
Hay días que nos levantamos pletóricos, con ganas de comernos el mundo y sintiéndonos capaces de lograr cualquier cosa que se nos pase por la cabeza. Pero otros, en cambio, nos cuesta arrancar y sentimos la motivación por los suelos.
Lidiar con la vida cotidiana no es fácil. Siempre hay contratiempos que consiguen desestabilizarnos el ánimo y desmontarnos las fuerzas. Y, aunque no surjan problemas nuevos, el mero hecho de tener que repetir todos los días casi las mismas tareas y en casi el mismo orden, no resulta demasiado motivante. Hay que echarle muchas ganas y mucha imaginación para no acabar hastiado y con ganas de cambiar de aires y de estilo de vida.
Pero los humanos somos unos animales muy peculiares. Lejos de reconocer nuestra parte de responsabilidad en las vicisitudes de la vida que llevamos, siempre encontramos alguna excusa para autoexculparnos. Y la que tenemos más a mano es la de hacer recaer la culpa en los demás. Porque, sin duda, siempre son otras personas las que nos ponen techos de cristal, las que nos hacen renunciar a nuestros verdaderos sueños y nos obligan a acatar las normas que imperan en la más estricta realidad.
No nos damos cuenta de que la decisión última siempre la acabamos tomando nosotros, ni de que es precisamente esa decisión nuestra la que nos ha acabado conduciendo hasta este presente que ahora detestamos.
Es muy fácil llegar a sentirse víctima de la supuesta mala influencia que otra persona ha podido ejercer sobre nosotros, pero siempre hay un momento en que podemos decidir si seguimos por esa vía o la abandonamos. Esa persona que nos ha condicionado al principio no puede seguir siendo culpable de lo que hemos acabado haciendo años después. En algún momento tenemos que poder pararnos y preguntarnos si lo que estamos haciendo es, de verdad, lo que nos apetece hacer. Tal vez, para cuando nos demos cuenta de nuestro error, podamos considerar que sea tarde para recular, pero siempre podemos decidir por qué camino seguimos hacia adelante. Siempre hay más de un camino y siempre hay más de una forma de interpretar la vida. Sólo es cuestión de decidirnos a desmontar esos techos de cristal que a veces, sin darnos cuenta, nos instalamos nosotros mismos.
Es muy cierto que, en el género femenino, siempre lo hemos tenido todo un poco más difícil que en el masculino. Las mujeres, desde tiempos inmemoriales, hemos tenido que demostrar mucho más que los hombres para alcanzar metas mucho más modestas. Pero, desde el mundo antiguo, ha habido mujeres que no se han resignado a ser meras sombras y han logrado destacar por su talento y por su coraje. Una de ellas fue Hipatia de Alejandría, quien acabó pagando con su vida por el mero hecho de haberse atrevido a ser ella misma. Las mujeres como ella no perdieron el tiempo lamentándose por el modo cómo las trataban los hombres, sino que supieron invertir ese precioso tiempo en sus propios proyectos, escribiendo obras que han perdurado hasta nuestros días, ingeniando inventos que han contribuido a mejorar las vidas de quienes las sucedieron, transmitiendo ideas que las han hecho eternas.
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La verdadera lucha contra los techos de cristal no está en tratar de romperlos a pedradas manifestándonos contra el género masculino en pleno, sino en aprender a ignorarlos y no detenernos jamás. En no descuidar nuestros propios sueños en pro de los sueños que traten de imponernos.
Con frecuencia caemos en el error de pensar que esas limitaciones las padecemos sólo las mujeres, sin darnos cuenta de que también hay muchos hombres que viven bajo techos de cristal que nunca se deciden a traspasar. Bien por miedo a no ser capaces de desafiar autoridades paternas, conyugales o laborales demasiado estrictas, o por lo que puedan encontrarse el día después de haberlos traspasado.
Cada vez que nos sentimos acorralados por esas limitaciones que, aunque invisibles, se hacen notar por su acuciante peso sobre nuestras cabezas, antes de culpar a otros de su existencia, deberíamos preguntarnos cuál es su origen real. ¿No seremos nosotros mismos los que hemos decidido fijarnos esos límites por miedo a no dar la talla si nos atrevemos a ir más lejos?
¿Hasta qué punto un padre o una madre, una pareja, unos hijos o hijas, o un jefe o jefa nos pueden decir lo que podemos y lo que no podemos hacer con nuestra propia vida?
La vida es un derecho personal e intransferible que tiene una fecha de caducidad. Una vez alcanzada esa fecha, no nos será concedida ninguna otra oportunidad de vivir lo que no nos atrevimos a vivir por miedo a la reacción de otros o a nuestra propia reacción.
¿Tiene sentido que nos sigamos resignando a vivir bajo el yugo de miedos absurdos?
A veces todo es tan sencillo como dejarnos llevar por esas pequeñas cosas que nos suceden en el día a día. Detalles a los que no les acabamos de dar importancia y que acaban abriéndonos ventanas en la mente por las que se cuela una nueva luz que nos hace ver claras las cosas que siempre habíamos tenido delante pero nunca nos habíamos dignado a mirar de frente.
Todas las revoluciones empiezan con el leve aleteo de una mariposa que consigue removernos la conciencia. Si somos capaces de reivindicar tantas cosas cuando se trata de salvaguardar los derechos de tantas otras personas a las que ni siquiera conocemos, ¿por qué no reivindicar nuestro propio derecho a ser como somos, a dejar de ponernos límites que sólo están en nuestra mente y a vivir una vida más plena, con más sentido, más digna de ser evocada cuando las fuerzas mengüen y tengamos que empezar a vivir más de recuerdos que de nuevos momentos?
La mente es muy poderosa, pero también cae con demasiada facilidad en hábitos nada saludables. Uno de ellos es la pereza. Se acostumbra al mínimo esfuerzo y le cuesta un mundo decidirse a explorar otras opciones que se le antojan más difíciles de acometer y le supondrán un esfuerzo extra en su día a día. Por eso hemos de estar alerta y no permitirle que se nos duerma en los laureles y se acomode en las excusas, vomitando sus culpas entre los que nos rodeen.
Igual que entrenamos nuestro cuerpo para mantenerlo en buena forma, también deberíamos ocuparnos a diario de nuestra mente, procurando oxigenarla con nuevos conocimientos y desechando lo que ya no le sirve para ganar espacios en los que almacenar estrategias más útiles, recursos que la ayuden a ser más flexible e ideas que le permitan resetearse cada vez que lo necesite para poder conducirnos de una forma más segura y sin victimizarnos de por vida.
Que nunca nos dé pereza vivir ni seguir aprendiendo de los demás, pero sobre todo de nosotros mismos. Como decía Jorge Bucay en uno de sus cuentos, las peores piedras con las que acabamos tropezando, demasiadas veces, se nos han caído de nuestros propios bolsillos.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
Hola, Estrella.
ResponderEliminarPersonas como Hipatia de Alejandría y, de modo especial, tantas mujeres a lo largo de la historia nos ayudan a tener claro que la vida es una lucha constante en la que debemos esforzarnos cada día para definir y cumplir nuestros propósitos. Una reflexión interesante y necesaria.
Un fuerte abrazo .-)
Hola Miguel,
EliminarA veces nos sumergimos tanto en nuestras propias quejas que perdemos el mundo de vista y llegamos a creernos víctimas, cuando en realidad no lo somos. Si todos fuésemos capaces de responsabilizarnos de nosotros mismos, entenderíamos que todo lo que nos pasa o no nos pasa es consecuencia de nuestras propias decisiones y no de las de los demás. Cuando culpamos a otros de nuestra situación les damos el poder de amargarnos la vida y nos autoproclamamos personas indefensas, sin salida alguna, a merced de lo que otros sigan decidiendo por nosotros.
Si conseguimos romper ese techo de cristal que nos hemos construido nosotros mismos, entenderemos que el poder sigue estando en nuestras manos.
Un fuerte abrazo.