Soltando Lastre
A veces nos cuesta andar y no sabemos
por qué. Lo achacamos al cansancio acumulado, al calor, a las noches de
insomnio o cualquier proceso viral que hayamos acabado de pasar. Pero pasa el
tiempo y seguimos con el mismo problema, sin darnos cuenta de que su raíz no es
física, sino emocional.
A veces los zapatos que calzamos
esconden montones de piedras que, aunque invisibles e indetectables al tacto, se
nos clavan en el alma y nos llevan una y mil veces a seguir tropezando en
cualquiera de los caminos que emprendemos. Cada una de esas piedras es un
conflicto no resuelto con alguien que nos sigue importando mucho más de lo que,
seguramente, merece.
Dicen los entendidos que no
hay guerra si una de las partes enfrentadas se niega a que la haya. Esto puede
ser válido para evitar una guerra, pero no para impedir el distanciamiento entre
las partes implicadas. Cuando se trata de relaciones interpersonales, el hecho
de que una de las personas implicadas en el conflicto renuncie a discutir con
la otra por evitar males mayores, no significa que se vayan a entender ni que
puedan pasar página y seguir como si no hubiese pasado nada entre ellas.
A veces se cruzan líneas que
nos reubican en territorios de los que ya no hay retorno posible y en los que
hemos de aprender a recomponernos y a reestructurar nuestra escala de valores y
prioridades.
Hay personas que aseguran que
pueden perdonar, pero no olvidan, mientras que otras ni perdonan ni olvidan y
alguna que otra decide mirar para otro lado, engañarse a sí misma hasta
convencerse de que el daño o la ofensa que les propició la otra persona nunca
tuvieron lugar. Cualquiera de las tres opciones acaba llenándonos los zapatos
de piedras invisibles que nos impiden avanzar disfrutando de los paisajes y de
las experiencias nuevas que nos ofrecen los caminos del presente.
¿Qué hacer, entonces, cuando
nos vemos enfrentados a alguien que queremos por motivos que no acabamos de
entender, por mucho que tratemos de meternos en su piel y de ver las
cosas como él o ella las ven?
A veces, lo más inteligente es
respetar el derecho que esa persona tiene a estar enojada con nosotros y
dejarle espacio. No forzar las cosas, no recriminarle nada, pero tampoco
permitirle que nos recrimine a nosotros culpas que no sentimos como propias. Si
no quiere vernos más es absurdo que insistamos en aparecer ante sus ojos,
turbándola y sacándola de sus casillas. Lo mejor que podemos hacer es desaparecer
de su mundo, hacer como que nunca hemos existido para esa persona, por mucho
que nos pueda doler al principio.
¿Qué sentido tiene
martirizarnos porque la otra persona ya nos no quiera en su vida?
Esa persona tiene derecho a
ser como es, a sentir como siente y a pensar como piensa. Pero nosotros tenemos
el mismo derecho a ser como somos, a sentir como sentimos y a pensar como
pensamos.
Que nuestras ideas o nuestras
acciones nos hayan acabado enfrentando no implica que tengamos que dejar de
respetarnos o incluso de querernos. El respeto puede ser incluso mayor si
ponemos distancia de por medio que si permanecemos en primera línea de fuego
tirándonos a matar cada vez que la ocasión se presenta.
La vida va de caminos que, en
definitiva, hemos de encontrar y sentir como propios.
En esos caminos no siempre nos
vamos a sentir acompañados y, cuando así sea, difícilmente va a ser siempre por
las mismas personas. En cada tramo de nuestra particular travesía conoceremos a
nuevos compañeros de viaje y tendremos que aceptar que los que nos acompañaron
en el tramo anterior van quedando relegados a algunas llamadas o mensajes en
días que el calendario nos recuerde que fueron importantes.
En ese entramado de caminos
que hemos de ir recorriendo, lo ideal es ir ligeros de equipaje para poder disfrutar
más de lo que la vida nos ofrece en cada momento. Si cargamos con una mochila llena
de miedos, de culpas, de resentimientos, de orgullo, de odio y de vergüenza,
difícilmente podremos dejarnos llevar y acabar fluyendo con todo aquello que
pueda despertarnos emociones mucho más agradables.
Por muy egocéntrico que pueda
parecer, nuestra propia vida es un regalo que no tenemos ningún derecho a despreciar
cada vez que nos sometemos voluntariamente a la toxicidad de alguien que ha
decidido basar su relación con nosotros en una dinámica de amor-odio. Quien
bien nos quiera no tiene, necesariamente, que hacernos llorar día sí ni día
también. Tampoco tiene por qué exigirnos que seamos cómo a esa persona le
gustaría que fuésemos.
Amar a otro es ayudarle a ser
quien realmente es, con independencia de que después se marche de nuestra vida.
Cuando intentamos cambiar a la
persona que amamos... en realidad, ni la amamos ni la estamos respetando. Amar
no es poseer, no es manipular a las personas a nuestro antojo, no es
aprovecharnos de la debilidad emocional del otro. Tampoco es chantajear con el
afecto que supuestamente nos profesan o le profesamos al otro.
Sin aceptación no hay amor
posible.
Pero aceptar nos cuesta
tanto... Tendemos a idealizar tanto todo lo que se mueve a nuestro alrededor
que acabamos dándole crédito a lo que no ha existido nunca en detrimento de lo
que hemos tenido ante nuestros ojos todo el tiempo y no nos hemos dignado a
mirar.
Las relaciones humanas
fluctúan igual que lo hacen nuestras necesidades a lo largo de la vida. Si partimos
de la evidencia de que ni siquiera nuestras necesidades más básicas, las
biológicas, se mantienen inalterables durante todo nuestro ciclo vital, ¿cómo
pretendemos que nuestras necesidades afectivas sean las mismas en la niñez, en
la adolescencia, en la adultez o en nuestra senectud?
Decía Heráclito que lo único
constante es el cambio. El cambio es lo que le da sentido a la vida, lo que la
hace interesante. ¿Por qué aferrarnos, entonces, a personas que ya no nos quieren
en sus vidas? Empeñándonos en conservarlas, como si de reliquias se tratase, en
viejos armarios mentales que le dan a nuestros escenarios actuales un aspecto
sobrecargado por los que nos movemos arrastrando unos pies cansados de andar
metidos en unos zapatos cargados de unas piedras que no se ven, pero pesan como
el plomo, lo único que hacemos es lastrar nuestra necesidad de volar y empezar
a vivir con la libertad de ser quienes somos de verdad.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
Gracias por dejarme conocer tu blog y por el share. Ya te sigo. Me gustó esta entrada, mueve a la reflexión.
ResponderEliminarUn saludo!
Gracias a ti, Maty. Por leer el post y por dejarme este comentario. Un abrazo.
EliminarHola, Estrella.
ResponderEliminarComo dices, ni el camino es siempre el mismo, ni nuestras necesidades afectivas ni las relaciones permanecen idénticas con el tiempo. Una reflexión necesaria para que todos la tengamos presente.
Un fuerte abrazo :-)
Muchas gracias Miguel. Hay que saber cerrar etapas y aligerar el peso de la mochila que cargamos a la espalda para poder disfrutar al máximo de los nuevos caminos que nos salen al paso.
EliminarUn muy fuerte abrazo.
un blog de pura sabiduría ...es una maravillosa guia de vida.
ResponderEliminarMuchas gracoas Eduardo. Un abrazo.
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