Reinterpretando Emociones
La psicología lleva décadas
estudiando las emociones de las personas, intentando encontrar coincidencias
entre distintas culturas para establecer unas pautas generales a la hora de
detectarlas e interpretarlas.
Este campo de estudio ha dado
tanto de sí que ha llegado a servirle a la policía para detectar a los
mentirosos a través de sus microexpresiones. Hace unos años disfrutamos de la
serie televisiva Lie to me
(traducida en España como Miénteme) inspirada en los trabajos del psicólogo Paul Ekman.
Cada
emoción tiene una forma específica de reflejarse en nuestro rostro. De
ahí que incluso en esta nueva realidad virtual en la que todos estamos más o
menos inmersos hayan encontrado su nicho de protagonismo los simpáticos o
denostados emoticonos.
A nivel fisiológico, cada una
de esas emociones nos produce también un impacto diferente, pudiendo llegar a
causarnos verdaderos problemas de salud algunas de ellas si las experimentamos
reiteradamente. A veces pensamos que la alegría, la tristeza o la rabia son inocuas,
meras expresiones que se limitan al momento en que las experimentamos. Pero
olvidamos que se generan en nuestro cerebro a partir de conexiones sinápticas
que liberan determinados neurotransmisores que impactan en nuestros sistemas
nervioso, linfático y sanguíneo. Así, un fugaz contacto entre dos neuronas
puede llegar a desencadenar una explosión hormonal o enzimática que acabe
alterando la normalidad de ciertos órganos diana y puedan llegar a traducirse
en una enfermedad física.
Muchas
de las emociones que experimentamos a lo largo del día se suceden por efecto
sorpresa, como reacción lógica a información que acabamos de recibir, ya sea de
forma visual, auditiva, táctil, gustativa u olfativa.
Porque las emociones se nos despiertan a través de los sentidos. Pero algunas
veces, hay emociones que nos las provocamos nosotros mismos, a base de
recrearnos en memorias que no nos ayudan precisamente a superar nuestros duelos
ni a limpiar nuestros universos propios de los fantasmas que un día nos empeñamos
en conservar. Esas emociones son las que suelen estar detrás de esa desgana que
no nos permite disfrutar del momento presente ni experimentar adecuadamente
esas nuevas emociones diarias que, lejos de sorprendernos como una oleada de
aire fresco, lo que hacen es pasarnos de largo porque les negamos su
oportunidad de despertarnos y recordarnos que seguimos estando vivos.
Siempre se ha asociado el color verde con la esperanza. ¿Puede haber alguien a quién los paisajes verdes no le despierten emociones gratificantes? |
Al
margen del tipo de emoción que reflejen nuestros rostros, no deberíamos olvidar
la plasticidad que caracteriza a nuestro cerebro y la capacidad que esta
plasticidad nos brinda para reinterpretar lo que nos pasa de manera que podamos
elegir, de entre distintas interpretaciones de un mismo sentimiento, la que nos
cause menos dolor. No se trata de aprender a mentirnos a nosotros
mismos haciéndonos trampas al solitario. Se trata de ser prácticos, de procurar
por nuestro propio bienestar, evitándonos males mayores.
Ante una cara de enfado de la
persona que tenemos enfrente, no podemos disfrazar lo que pueda estar
sintiendo, pues la dureza de su expresión facial no nos dejará lugar a dudas.
Pero lo que sí podemos reinterpretar es
el sentimiento que nos provoque a nosotros su emoción, eligiendo de alguna
manera la emoción que experimentaremos nosotros. Esta podrá ser de enfado
igual que la suya si sentimos que nos está culpando de algo que no hemos hecho
o podrá ser de sorpresa, si sentimos que no sabemos de qué nos habla pero
sospechamos que pueda haberse confundido de persona y nos disponemos a
hacérselo entender. O podemos reírnos de su semblante serio restándole
importancia a su enojo. Lo que está claro es que cada una de esas emociones
posibles provocará una reacción distinta en nuestro organismo. Se trataría de
saber elegir, en todo momento, cuál de ellas nos beneficiaría más.
No
faltan personas que, cuando contraen una enfermedad grave, tienden a buscar
culpables y acaban señalando con el dedo a determinadas personas.
“Mi hija me hizo sufrir tanto,
que me acabó provocando un cáncer”
“La discusión con su hermano
fue tan fuerte que le sobrevino un infarto”
“La noticia de la muerte de su
hijo le provocó un ictus”
Nadie tiene el poder de
provocarle una enfermedad a otra persona por muy mago negro que se crea o por
muy mala baba que se gaste. Los seres humanos podemos causar la muerte de otros
humanos de forma intencionada (recurriendo al uso de determinadas armas,
valiéndonos de venenos o de sobredosis de fármacos o haciendo uso de la fuerza
bruta) o de forma accidental. Pero la posibilidad de poder provocar que alguien
pueda contraer una enfermedad queda fuera de nuestro alcance. El desarrollo de
una enfermedad va a depender, sobre todo, de la carga genética de esa persona,
de sus hábitos alimenticios, de sus posibles vicios, de su carácter, de su modo
de gestionar las situaciones estresantes y también, por supuesto, de su
inteligencia emocional.
La
inteligencia emocional no nos va a inmunizar frente a la enfermedad, pero va a
ser un factor fundamental a la hora de prepararnos para afrontarla de la mejor
manera posible. Una persona con inteligencia emocional, por
muy enferma que pueda llegar a estar, no caerá en el error de atribuirle la
causalidad de su padecimiento a otra persona. Tampoco recurrirá a excusas como
la mala suerte o extrañas conspiraciones. Por el contrario, asumirá su nueva
realidad e intentará aprovechar al máximo el tiempo de vida que le pueda quedar
rodeándose de personas que le aporten experiencias gratificantes, que no la
victimicen constantemente ni intenten disfrazarle su situación. Lo peor que le puede pasar a una persona
que padece una enfermedad es sentir que su entorno le miente por pena. Nadie
merece sentirse querido por pena. Una pena de la que algunos enfermos se
acaban valiendo para manipular emocionalmente a las personas de su entorno más
cercano, contribuyendo de esta manera a que se creen unos círculos viciosos que
acaban intoxicando a todas las personas implicadas.
Si
queremos a alguien que sea de verdad. Con los ojos abiertos, con la sinceridad
por delante; valorando las virtudes, pero aceptando también los defectos;
mostrándonos como somos, sin dobleces. Sin aceptación y sin respeto no se puede
establecer con nadie un vínculo afectivo que merezca la pena perpetuarse en el
tiempo.
Todas las emociones son igual
de legítimas y todos tenemos derecho a experimentarlas todas en cualquier
momento de nuestras vidas. Así, podemos sentir asco sin sentirnos obligados a disimular
por no molestar a la persona o la situación que nos lo ha inspirado; podemos
sentir miedo sin avergonzarnos ante nadie; podemos permitirnos estar tristes
cuando una circunstancia nos supere o podemos demostrar sin complejos nuestra ira
cuando estamos ante lo que consideramos una injusticia. Liberar cualquiera de
esas emociones nos permite sentirnos plenamente vivos. Pero, pasada la reacción
inicial a lo que nos ha pasado, tendríamos que ser capaces de analizar con
calma lo que realmente nos ha pasado, pudiendo reinterpretar esas emociones de
manera que nuestro cerebro deje de liberar ciertos neurotransmisores que en
niveles adecuados contribuyen a nuestro bienestar, pero en niveles excesivos,
si se mantienen en el tiempo, pueden resultar una bomba de relojería que nos
puede llegar a explotar en el momento menos esperado.
Por
muy grave que sea una situación, si tenemos opciones para llegar a
solucionarla, lo que tenemos que hacer en centrarnos en elegir la que nos ofrezca
más garantías de éxito. Si, por lo contrario, no se puede
resolver, de nada servirá que nos pasemos el día dándole vueltas, porque lo
único que conseguiremos es generar unos niveles de toxicidad en nuestro
organismo que acabarán minando nuestras fuerzas, unas fuerzas que deberíamos
invertir en crearnos nuevas oportunidades, ya sean laborales, sentimentales, formativas
o simplemente vitales.
Mientras
estemos vivos, siempre tendremos oportunidades de hacer muchas cosas. Lo único
que necesitamos es tener ganas de experimentar cosas nuevas capaces de seguir
emocionándonos.
A cualquier edad y sea cual
sea nuestro estado físico o psíquico podemos encontrar infinidad de opciones a
nuestro alcance que nos permitirán salir de los círculos viciosos en los que
nuestras emociones nos hayan podido enredar durante años. Sólo hemos de
atrevernos a mirar las mismas cosas desde otros ángulos y a pasar todas las
páginas en las que nos hayamos sentido atascados para avanzar sin miedo hacia
todo lo que nos queda por descubrir de nosotros mismos y de los demás.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
Teníamos que saber leer todos esas pequeñas expresiones del rostros que nos indican si alguien miente o no, así no nos dejaríamos llevar tanto por apariencias y detectaríamos a los mentirosos enseguida. Y, totalmente de acuerdo que mientras estemos vivos podemos hacer muchas cosas.
ResponderEliminarUn abrazo gigante!
Muchas gracias por leerlo y comentarlo, Yolanda.
EliminarUn muy fuerte abrazo.
Hola, Estrella.
ResponderEliminarEs admirable cómo ha ido avanzando en las últimas décadas el conocimiento de cómo el cerebro procesa las emociones y nos ayuda a canalizarlas y avanzar en nuestras reacciones y relaciones. Esta publicación nos lleva a conocernos mejor y mejorar nuestras capacidades de resolución de los conflictos que tenemos con los demás y con nosotros mismos. Muy interesante.
Un fuerte abrazo :-)
Hola Miguel,
EliminarComo bien dices, es admirable todo lo que se ha avanzado en las últimas décadas en neurociencia y sentir que todo lo que durante mucho tiempo nos han impuesto como realidades inmutables puede estar sujeto a cambios si perdemos el miedo a las consecuencias que puedan suponernos esos cambios y nos dignamos a abandonar zonas de confort que se traducen en mentes demasiado sedentarias que acaban perdiendo su elasticidad. Un abrazo enorme.