Atendiendo al Cliente

 

Vivimos tiempos inmersos en la continua paradoja: Mientras que casi todo el mundo parece querer vendernos cosas y servicios a todas horas, cuando somos nosotros los que necesitamos un producto o alguno de esos servicios, nos topamos contra un muro levantado a base de excusas, complicaciones y un socorrido estribillo de "hágalo por internet".

¿Acaso no nos recuerda al "Vuelva usted mañana" al que hacía referencia Mariano José de Larra en el siglo XIX?

Estamos tan encarados al futuro que perdemos de vista el mundo del presente. No somos capaces de darnos cuenta de que no todo el mundo se ubica en la misma realidad y que, mientras algunos ya parecen haberse instalado en su parcela virtual y cada vez se resisten más a salir de ella y airearse con las particularidades del mundo analógico, otros nunca van a atreverse a indagar en esa realidad en la que no sale el sol si no es a través de una pantalla y no les hablará nunca un ser humano, sino una aplicación con voz humana prestada, pero carente de empatía.

"Esta conversación está siendo grabada"- insiste la aplicación automática. A cualquier cosa le llaman hoy en día conversación. De entrada porque el primero que no puede expresarse con normalidad es quien realiza la llamada. Sólo puede limitarse a contestar diciendo uno, dos o tres y repitiendo sus números de identificación, de teléfono o de código postal de uno en uno y procurando no pestañear, pues entonces la aplicación te responde con un tono poco amigable: "No le he entendido" y repite la pregunta para que vuelvas a repetir los dígitos. Si dudas, o te vuelves a equivocar, te cuelga directamente.

Para pedir una cita para realizar cualquier trámite en alguna entidad pública o privada, si no sabemos hacerlo por internet a través de su correspondiente web, nos vemos obligados a recurrir a esos teléfonos en los que nunca vamos a poder explicar realmente lo que nos pasa o lo que necesitamos. En el caso de que tengamos suerte y consigamos la cita, esta nunca va a ser inmediata. Siempre vamos a tener que esperar al menos un mes y, si hablamos de un tema médico, literalmente, nos podemos morir en la espera.

Si antes de la pandemia del coronavirus ya era difícil encontrar a alguien que nos atendiera al otro lado de la ventanilla, con el confinamiento el mundo se transformó a pasos agigantados y, los cambios que habríamos visto a lo largo de los siguientes cinco años de manera progresiva y dándonos tiempo a habituarnos a ellos, se produjeron en cuestión de pocas semanas.

Imagen encontrada en Pixabay

Si para los usuarios entrenados en la realización de trámites diversos por internet ya resultó complicado conseguir citas a través de unas webs institucionales que parecen diseñadas por los desarrolladores de webs menos aplicados de su promoción, para las personas que no disponían siquiera de un correo electrónico ni mucho menos de un ordenador en casa, enfrentarse de golpe a esos cambios supuso una verdadera odisea.

En aquel momento se trataba de impedir el contagio masivo de la población evitando todos los contactos presenciales posibles. Era una situación de vida o muerte y las medidas adoptadas por las distintas administraciones públicas y por las empresas y establecimientos privados se entendieron, aunque a regañadientes. Lo que no se entiende es que, más de dos años después de aquellos angustiosos días, sigamos sin poder acudir a un médico, renovar el DNI, solicitar la prestación de desempleo, tramitar una pensión de invalidez o jubilación, gestionar la matrícula de un niño en una escuela o hacer un trámite en un banco sin haber pasado primero por la solicitud de una cita previa.

En un mundo en el que hay tanta competencia a la hora de ofrecernos el oro y el moro, ¿no debería cuidarse un poco más la atención al cliente?

Si debemos realizar todos nuestros trámites por internet les acabamos ahorrando un montón de trabajo a las instituciones públicas y privadas. Eso se traduce en un descenso de la plantilla en sus centros de trabajo, pero en cambio no repercute en una bajada de impuestos para los ciudadanos.

Estamos aportando lo mismo o incluso más que antes, pero haciéndonos nosotros parte del trabajo que deberían hacer las instituciones. Paradójico, ¿no?

Aunque el problema no reside tanto en los ciudadanos que logramos desenvolvernos por las entretelas de esas webs de accesos tan complicados, como en aquellos otros que se ven superados por las circunstancias y han de recurrir a otros para que les hagan la gestión o pagar en locutorios lo que les pidan para conseguir sus citas o presentar sus instancias. De la necesidad de muchos acaban surgiendo nuevos negocios que no siempre están debidamente regulados. Desde hace tiempo, ya hay quienes se dedican a "vender citas" a precios desorbitados, acaparando las que hay disponibles cada día en esas webs de las instituciones públicas. Esto hace que las posibilidades de cualquier ciudadano para conseguir una de ellas cuando entra en esas páginas se reduzcan a la mínima expresión.

La negligencia de las administraciones públicas las acaban pagando los de siempre, los que estamos en sus manos y, sin comerlo ni beberlo, entendemos que, o pasamos por el tubo o nos quedamos fuera del sistema que ellos han ido orquestando a su particular capricho y conveniencia.

En cualquier tipo de negocio, las directrices se están encaminando cada vez más a reducir el número de personas cuyo cometido sea la atención al cliente. Las sustituyen por máquinas en las que el cliente puede pagar por sí mismo, como en las gasolineras, o por ordenadores en los que consultar en qué sección o pasillo del establecimiento está el artículo que busca y sus características. Cuando se nos acerca algún empleado a atendernos y preguntamos algo que se sale de su guion aprendido, la respuesta siempre es la misma: "Puede consultarlo en nuestra web".

Tendemos a dar demasiadas cosas por hechas, a pensar que todo el mundo entiende nuestro propio lenguaje. No nos molestamos en preguntarnos si esa persona que tenemos delante ha usado alguna vez internet o, si lo ha hecho, ha sido capaz de ir más allá de Facebook o la consulta de sus mensajes en su cuenta de correo electrónico. Que nosotros nos defendamos en un entorno virtual no nos da derecho a suponer que todo el mundo es capaz de hacerlo. Cada persona conoce lo que ha tenido oportunidad de aprender y practicar. Así, todos podemos sentirnos expertos en muchas cosas, pero tremendamente torpes o totalmente ineptos ante muchas otras.

A veces cometemos el error de pensar que el tiempo invertido por un empleado en atender correctamente a un cliente es un tiempo perdido, porque no se traduce necesariamente en una venta. Nos equivocamos, porque aunque ese cliente, después de haberle informado de todo lo que necesitaba saber para resolver sus dudas, se vaya ese día sin comprarnos nada, puede que vuelva en los días posteriores y compre algo o, incluso mejor: que nos recomiende a sus conocidos, asegurándoles que, en esa tienda, les atenderán muy bien.

Con frecuencia nos cegamos por el deseo de ver resultados inmediatos y no nos damos cuenta de las oportunidades que perdemos dejando de invertir a corto o medio plazo.

Un cliente contento es nuestra mejor carta de presentación para abrirnos a nuevas oportunidades de negocio. Vender más barato que la competencia a costa de sacrificar la atención al cliente no es la mejor estrategia para levantar ninguna empresa. Porque el precio no lo es todo y todos sabemos aquello de "lo barato sale caro".

Cualquiera que hoy en día apueste por la atención al cliente tendrá la oportunidad de abrir un nicho de mercado en el que se sientan a gusto todas esas personas que están asqueadas de que las deriven a una página web o a un teléfono que comunica siempre.

La tecnología ha llegado para quedarse y pretender frenarla sería el mayor error que podríamos cometer, pero no todo el mundo está dispuesto a comulgar con ella y a todas esas personas deberíamos poder ofrecerles una alternativa digna, que no les hiciera sentirse fuera de juego.

Las personas que nos hemos habituado a hacer nuestros trámites y nuestras compras por internet no vamos a dejar de hacerlo, entre otras razones por la comodidad de poder hacerlo a cualquier hora del día, sin perder horas de trabajo y sin desplazamientos. Aunque no estaría de más que esas instituciones públicas cuidasen un poco mejor sus entornos virtuales y los hicieran más accesibles. Pero las personas que prefieren hacer sus gestiones como las han hecho toda su vida: hablando cara a cara con sus interlocutores, tomándose su tiempo, exponiendo libremente sus dudas, sintiendo que las escuchan, ... deberían poder seguir haciéndolo sin que nadie las despachase mal y pronto con el estribillo de internet.

A medida que cumplimos años, el mundo para el que nacimos se va diluyendo con nosotros. Aunque intentemos mantener la mente abierta y tratemos de amoldarnos a los nuevos tiempos y a las nuevas formas, hay cosas que se nos escapan irremediablemente. Lo más habitual es que las personas empiecen a notarse fuera de contexto cuando ya llevan un tiempo jubiladas, pasada la época de la llamada "luna de miel". Aunque, afortunadamente, cada vez haya más personas que logran mantenerse muy activas y actualizadas hasta edades muy avanzadas. Pero lo más triste es que una persona empiece a sentirse desubicada cuando se encuentra todavía en una edad intermedia o incluso en plena juventud.

Damos por hecho que nuestros jóvenes son todos nativos digitales, pero no es así. Son muchos los que, fuera de las redes sociales que usan diariamente, se pierden ante cualquier página por la que se les encomiende realizar algún trámite. No olvidemos que tenemos un índice de fracaso escolar considerable y un porcentaje vergonzoso de jóvenes nini (que ni estudian, ni trabajan).

Para todas esas personas que sienten que el mundo se ha echado a correr empeñándose en no esperarlas, deberíamos replantearnos si este tipo de sociedad informatizada es lo mejor de nosotros mismos que les podemos ofrecer.




Estrella Pisa

Psicóloga col. 13749

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