Deportando la Democracia

 

Desde el mundo antiguo, el poder siempre ha atraído a las mentes más perversas. Así, no es extraño que muchos de los líderes que recordamos de todos los tiempos tengan en común algunos rasgos de personalidad que los han llevado a inspirar pánico entre sus enemigos, pero también entre los pobladores de sus propios dominios.

El poder es como un elixir que provoca una fuerte adicción y cada vez exige más tributos a quien lo ostenta, llegando a un punto de no retorno en el que parece que todo vale y acaba prevaleciendo el propio ego en detrimento de las necesidades de pueblos enteros.

Desde emperadores despiadados de la antigua Roma como Nerón, o temibles reyes de una Europa que aún no se había dibujado como Atila, la sucesión de personajes deplorables que han llenado las páginas de la historia ha sido muy larga y ha provocado demasiada injusticia.

Podemos pensar que en épocas pretéritas ese abuso de poder, esa egolatría y ese desprecio por la vida de aquellos que no servían a sus propósitos era lo normal, pues los estados aún no estaban consolidados, las leyes distaban mucho de lo que hoy en día podemos considerar legal y la inmensa mayoría de la población no había pisado escuela alguna.

Cuando la ignorancia prevalece, acaban sembrándose en ella las peores debilidades del ser humano: el miedo, la indefensión aprendida y el descrédito a su propia persona.

Mientras el pueblo se parte el lomo para tratar de sobrevivir, aquellos que lo gobiernan celebran a cuerpo de rey derrochando todo lo que a los otros les falta, creyéndose mejores y mucho más dignos. Y, cuando son incapaces de entenderse con los de su misma calaña, no dudan en declararse mutuamente la guerra, una guerra que tendrá que sufragar el sufrido pueblo aportando más víveres y mano de obra esclava, derramando la sangre de sus hijos en campos de batalla que sus señores nunca se dignan a pisar. Para ellos no están hechos ni el barro, ni la sangre. Sólo la opulencia y los despropósitos.



Imagen encontrada en Pixabay

Pudiera parecer que estas cosas sólo sucedían en la edad media, entre nobles, plebeyos y siervos, pero siguen pasando en todos los rincones del planeta. Igual que hemos ido evolucionando los seres humanos, han evolucionado nuestras formas de nombrar las mismas cosas, para intentar autoconvencernos de que son distintas.

Ahora no hablamos de tiranías, ni de feudalismo, ni de esclavitud. Incluso nos cuesta hablar de dictaduras, pese al poco tiempo transcurrido desde que finalizara la de Franco. Preferimos hablar de regímenes totalitarios, de corrupción y de indocumentados. Pero, para el caso, es lo mismo.

¿Qué de bueno podemos esperar cuando la que se tiene por la mayor democracia del mundo, acaba siendo gobernada por personas cuya estabilidad mental dista mucho de ser aceptable o su dignidad moral queda en entredicho día sí y día también, a medida que van abriendo la boca y dejando caer sus explosivas perlas?

Igual que a los trabajadores de cualquier sector les llega el momento de jubilarse, porque sus aptitudes empiezan a menguar para resultarles suficientemente productivos a sus empresas, los políticos también deberían tener un límite y sus múltiples asesores deberían convencerles de que pasasen el relevo a otros líderes más jóvenes, más expertos y menos cegados por el propio ego. ¿Qué puede esperarse de señores como Biden, Trump, Netanyahu, Putin o Maduro?

Tal vez que nos lleven hasta el precipicio y nos dejen caer. Negando el cambio climático, declarando nuevos conflictos, amenazando con comprar territorios que no están en venta, acabando con todas las reservas de la Tierra y pretendiendo colonizar el espacio para huir a otro planeta cuando este ya no dé más de sí. ¿Acaso creen que van a vivir para siempre?

Son los nuevos Napoleón Bonaparte, pero olvidan cómo acabó el emperador.

La democracia vive horas bajas en todo el mundo porque la corrupción acaba con la libertad y con la supuesta igualdad entre los pobladores de un mismo territorio. Cuando las voluntades se pueden comprar a golpe de transacción y la política puede irrumpir en la judicatura a golpe de promesas de futuros cargos, ¿hacia dónde se supone que ha de mirar la cuestionada justicia?

Sin justicia, ¿puede haber democracia?

Nos creemos ciudadanos de un país libre porque, oficialmente, vivimos en una monarquía democrática. Pero ni somos libres ni somos todos los ciudadanos iguales. Los que tienen dinero pueden comprarse una parcela de tranquilidad y contribuir a encumbrar a aquellos líderes que más se ajustan a sus intereses particulares. Los que no lo tienen han de conformarse con vivir de prestado, haciendo malabares para llegar a fin de mes, aunque estén trabajando duramente. Y, en la cumbre, unos políticos que nunca están a la altura de lo que esperamos de ellos. Sean del color que sean, resultan igual de manipuladores, tramposos, corruptos y ególatras. Su sillón es lo primero y es lo único por lo que están dispuestos a partirse el lomo, la cara y lo que haga falta.

Da igual que estén siendo investigados, que haya pruebas contundentes de sus malas artes o que el pueblo se manifieste en masa reclamando responsabilidades. Ninguno se da por aludido y todos se aferran con fuerza a un poder que no es suyo, sino prestado. Pero olvidan pronto a todas esas personas que depositaron en ellos su voto de confianza y se recrean traicionándoles a cara descubierta, sin ningún pudor. Porque la vergüenza es un sentimiento que se abstienen de demostrar en público, no sea que sus adversarios vean una brecha de debilidad por la que infiltrarse y hacerles estallar por los aires.

Como en todos los tiempos que nos han precedido, ser testigos de tanto atropello y de tanta violación reiterada de la democracia nos lleva a pensar que quizá este mundo no esté pensado para la buena gente ni para las buenas noticias. Lo bueno y lo bonito, más que convencer, empalagan y acaba aburriendo. Lo que se lleva la palma es lo escabroso y lo corrupto. Ahondar en lo peor de nuestra naturaleza humana y recrearnos en el morbo de lo que, según nuestro código ético, no está bien.

Quizá por eso ganen siempre las elecciones estos personajes que luego se ríen de nosotros abiertamente en nuestra propia cara, porque saben que, en el fondo, nos va la marcha y no aprendemos.

La Democracia se ideó en la antigua Grecia y significa "el poder del pueblo". Si un día nos atreviésemos a ejercerla de verdad, quizá veríamos el fin de la política. Porque, si sabemos que todos los partidos políticos están podridos de corrupción desde su raíz, ¿qué hacemos votándoles?

¿Por qué engañarnos tapándonos la nariz y convenciéndonos de ir a votar al que creemos "menos malo"? No seamos tan conformistas. Se trata de votar al mejor. Si no lo hay, probemos a no votar por nadie. Imaginemos unas elecciones en las que nadie, absolutamente nadie, se presenta ante las urnas a depositar su voto, salvo los propios políticos.

Quizá ese día la Democracia sí ganaría y marcaría un antes y un después.



Estrella Pisa.

Psicóloga col. 13749

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