Generando Endorfinas
Desde el momento en que nacemos hasta el momento en que morimos, el dolor nos acompaña con su pátina invisible, como una constante que irá incrementando o disminuyendo su importancia a medida que vayamos adquiriendo destrezas para lidiar con las experiencias que nos va planteando la vida.
El dolor tiene tantas caras como orígenes. A veces es agudo y punzante, limitando nuestra capacidad para seguir con nuestras tareas habituales. Otras se presenta como un ruido sordo que, aunque nos deje cumplir con nuestros cometidos, no nos permite sentirnos libres para adquirir otros compromisos, porque nos mina los ánimos. Ambos tipos de dolor son físicos y pueden agravarse en situaciones de estrés y en momentos en que nos sentimos más vulnerables. Pero hay otro tipo de dolor que no se manifiesta en los músculos, ni en los huesos, ni en los órganos internos. Es el dolor emocional que subyace ante una experiencia de pérdida o de desencanto. Este dolor tiene la particularidad de incidir en la intensidad del dolor físico, sincronizándose con él hasta el punto de llegar a confundirse el uno con el otro.
A medida que avanzamos en el tiempo, parece que el dolor, en sus distintas facetas, va cobrando más presencia en nuestras vidas. Cada vez nos vemos obligados a vivir de modo más acelerado, a comer peor aunque gastemos más que nunca en intentar comer bien, a pasar por alto demasiadas ocasiones para compartir buenos momentos porque, teóricamente, no tenemos tiempo, y a acordarnos de Santa Bárbara sólo cuando truena. Es cuando el cuerpo o la mente se nos rebelan y nos obligan a parar, cuando nos damos cuenta de hasta dónde nos hemos estado equivocando. Entonces, si tenemos suerte, la vida nos estará brindando una segunda oportunidad. Si no la tenemos, no nos quedará otra que resignarnos al peor de los diagnósticos.
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En toda la historia de la humanidad, nunca el ser humano había estado tan medicalizado como ahora. Quizá porque nunca antes nos habíamos hecho tan poco caso. En nuestro afán de llegar a todo, nos hemos acostumbrado a pasar por alto lo más esencial: nuestro propio organismo. Pensamos que somos imparables, invencibles, hechos a prueba de bombas. Y no nos queremos dar cuenta de que estamos hechos de sangre y huesos. En cualquier momento podemos quebrarnos como figuritas de cristal de Bohemia. Y entonces, ¿qué?
A lo largo de nuestra vida vamos acumulando tantas frases hechas y tantas recomendaciones de tanta gente que nos ha querido y nos quiere bien, que las guardamos en cajones olvidados porque nos quieren sonar a otras épocas que nada tienen que ver con la nuestra. "Son cosas de abuelas"
Pero resulta que aquella afirmación de "Mente sana en cuerpo sano" sí tiene mucho que ver con lo que padecemos nosotros, porque si nuestra mente no está centrada, difícilmente podrá estarlo nuestro cuerpo y los desequilibrios entre ambas partes siempre se traducen en más dolor.
Nos pasamos el día corriendo para tener la sensación de llegar siempre tarde a todas partes y, cuando llega el día de descanso, nos estresamos el doble cargándonos de actividades que no siempre nos van a resultar gratificantes. Dormimos poco y mal, perdiendo horas impagables consumiendo contenidos en plataformas digitales y redes sociales que, no siempre, nos van a acabar aportando nada que, en verdad, nos interese. Nos hemos vuelto tan hiperactivos que no soportamos el silencio, quizá por el miedo a tener que oír nuestra propia voz. Necesitamos recibir inputs continuamente para tener la seguridad de que seguimos conectados unos con otros, aunque en el fondo, cada vez estemos más solos y más alejados los unos de los otros.
Con el dolor hacemos lo mismo que con el silencio. No lo soportamos por miedo a lo que nos pueda contar de nosotros mismos y de nuestra manera de ejercer nuestro rol de seres vivos. Por eso, a la mínima de cambio, tratamos de acallarlo con una pastilla y luego otra, y otra más. Da igual que nos la haya pautado un médico o no. La automedicación está a la orden del día. Y no nos damos cuenta de que esos fármacos sólo son un parche que adormece nuestro malestar, pero no ataja el problema de raíz. Al día siguiente, nada más abrir los ojos, ese dolor va a seguir pronunciándose y, a base de días, la pastilla dejará de hacer efecto y, en lugar de una necesitaremos dos. Si no frenamos a tiempo, lejos de solucionarse el problema, se irá agravando, al tiempo que irán apareciendo otras complicaciones derivadas del abuso de esos calmantes.
Somos lo que comemos, pero también lo que pensamos de nosotros mismos. La llamada profecía autocumplida explica muy bien cómo se conducen nuestras neuronas en función de lo que nos contamos a nosotros mismos. Si nos creemos unos fracasados, siempre acabaremos fracasando en casi todo o en todo lo que intentemos conseguir. No porque no estemos capacitados para alcanzar dichos propósitos, sino porque estamos convencidos de que no estamos a la altura de lo que se espera de nosotros.
Si ante el dolor nos autoconvencemos de que no lo vamos a poder resistir y nos abandonamos a la tiranía de fármacos cada vez más fuertes, llegará un momento en que no encontraremos ninguno que sea capaz de aplacarnos ese malestar. Entonces tendremos dos problemas: el dolor original y la adicción que habremos desarrollado hacia determinados fármacos.
En el libro del Génesis de la Biblia se explica que Dios creó al hombre bajo su imagen y semejanza. También se le atribuye el origen del dolor al error de Eva al comer del fruto prohibido.
Al margen de que seamos creyentes o no, la ciencia ha demostrado que los seres humanos, al igual que el resto de organismos vivos del planeta, estamos hechos de los mismos componentes de la Tierra y, en algunos casos, en muy parecidas proporciones. Como en la Tierra, en nuestro organismo lo que más abunda es el agua. De ahí la importancia de que nos mantengamos bien hidratados para que nuestros órganos desarrollen sus funciones en óptimas condiciones. También necesitamos minerales, vitaminas y otros nutrientes con los que el cuerpo fabrica aminoácidos, glúcidos e hidratos de carbono en las proporciones que necesita para garantizar su rendimiento adecuado.
Cuando mente y cuerpo se mantienen en un equilibrio saludable, la propia mente dispone de mecanismos para ayudarnos a paliar el dolor físico y emocional, así como las situaciones de estrés.
La mente es capaz de protegernos contra todo aquello que ella interpreta como una posible amenaza. Así, en situaciones de intensa carga de trabajo, incrementa la producción de cortisol, que nos permitirá resistir ese día lo que nos echen para poder llegar a cumplir los objetivos marcados. Pero, si esa situación se repite de forma continuada, ese mismo cortisol se acabará convirtiendo en un enemigo para nuestro organismo, pues acabará afectando el buen funcionamiento de otros órganos y sistemas.
De la misma manera, ante el dolor, la mente es capaz de generar endorfinas, que son opiáceos endógenos que nos permiten lidiar con nuestro malestar sin necesidad de recurrir a fármacos. Pero, para poder generarlos, la mente necesita de nuestra colaboración. Nuestra actitud va a resultar fundamental, pero también lo serán una alimentación adecuada y unos hábitos saludables en general, así como también lo van a ser los mensajes que nos enviamos a nosotros mismos cuando sentimos dolor.
Si adoptamos una actitud de desesperación y nos abandonamos al dolor, difícilmente la mente va a acudir en nuestra ayuda. Lo que hará será regodearse con nosotros en nuestra autocompasión y generarnos imágenes de lo más negativas y derrotistas. En cambio, si ante ese mismo dolor somos capaces de plantarle batalla a base de tirar de buen humor, tratando de distraernos con cosas que nos hagan sentir bien, o estando con personas que siempre nos reconfortan, la mente entenderá nuestro mensaje y será capaz de disipar nuestra sensación de dolor. Un dolor que siempre resulta muy subjetivo y en cuya graduación siempre van a influir las herramientas con las que tratemos de hacerle frente.
La mente no puede hacer magia, pero es mucho más potente de lo que creemos y, de la misma manera que puede destrozarnos la vida si le permitimos caer en nuestras propias trampas, también puede atreverse a cambiar el chip si siente que nosotros se lo imponemos con nuestra perseverancia, nuestra actitud positiva y nuestra determinación de seguir adelante pese a los achaques, los días de mal tiempo y cualquier otra condición adversa.
Hoy en día, en cualquier mercado podemos encontrar una enorme variedad de complementos alimenticios que se publicitan como si se tratase de caramelos. Conscientes de lo mal que comemos, muchas veces sucumbimos a su embrujo y los compramos, creyendo que así nos encontraremos mejor y lograremos dar el cien por cien de nosotros mismos en el trabajo, con la familia y con los amigos. No queremos entender que esos suplementos, como los analgésicos de los que abusamos, no dejan de ser parches para ocultar el verdadero problema: que no nos prestamos la más mínima atención.
Huimos de nosotros mismos hasta el punto de que el dolor nos tiene que recordar constantemente quiénes somos de verdad. Que seguimos aquí y que debemos parar para cuestionarnos muchas cosas, corregir otras y seguir adelante, pero cambiando de rumbo y adoptando una manera más sana de vivir y de experimentar todo lo que nos pasa.
A veces olvidamos que estamos aquí por tiempo limitado y que no tiene sentido que hayamos venido para pasarnos la vida quejándonos. Aunque el dolor sea un hecho, también lo es que cada día sale el sol y que, en cada uno de esos días, hay infinidad de situaciones que nos pueden provocar una sonrisa, un abrazo, un beso, una palabra amable. Todo ello contribuye a la generación de endorfinas. Igual que comer ese plato que tanto nos gusta, disfrutar de ese paseo que tan bien nos hace sentir o mantener una conversación agradable con ese amigo que siempre se nos queja de que nos ve tan poco.
Aunque el dolor intente cegarnos, abramos los ojos y atrevámonos a sentir todas las cosas buenas que tenemos la suerte de tener en nuestra vida. Seguro que son muchas más de las que creemos cuando nos dejamos arrastrar por la desesperación, Y aprendamos a hablarnos a nosotros mismos con mucho más respeto y más amor. Confiemos en nuestros recursos, que son muchos y pueden ser mucho más inocuos que esos parches de analgesia sintética con los que tratamos de engañar a nuestros sentidos.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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