Emocionándonos sin Pedir Permiso
En un mundo en el que la doble moral está a
la orden del día no debería extrañarnos que, desde niños, se nos haya inoculado
el miedo a emocionarnos demasiado, a aparecer más vulnerables de lo
estrictamente permitido ante los demás y a que puedan atacarnos por el flanco
que más nos duela.
“Hemos de aprender
a poner en valor nuestro trabajo”
“Si no somos los
primeros en creer en nuestro producto, difícilmente podremos convencer a nadie
de que lo adquiera”
“La calidad tiene
un precio y no se rebaja”
“Nosotros nos
movemos por valores y la competencia no”.
De las emociones nos acordamos cuando visionamos dramas en el cine o la televisión, cuando empatizamos con los protagonistas de la película y no dudamos en acompañarles en sus particulares duelos por una terrible enfermedad, la pérdida de un hijo, una separación traumática o una guerra. Pero, cuando nos levantamos de la butaca del cine o del sofà y volvemos a conectarnos de lleno con nuestra propia vida, ¿somos igual de capaces de liberar nuestras emociones? O, por el contrario, ¿pesan más los ejemplos que nos dieron nuestros padres mientras fuimos niños o adolescentes?
Crecimos con argumentos tan nocivos para
nuestra salud mental como el de “los
hombres no lloran” o el de que las chicas no han de dar el primer paso cuando
les gusta un chico, sino hacerse las interesantes para que sean ellos los que
se acerquen. Ambos consejos deben estar detrás de montones de malentendidos y
de incontables decepciones de unos y de otros. Porque esconder las verdaderas
emociones es la peor manera que tenemos de venderle a los demás una versión de
nosotros mismos que no existe. Si ya empezamos una relación sustentándola en
mentiras, ¿en qué puede desembocar? Seguro que en nada bueno.
La Educación
Emocional se ocupa de enseñarnos a gestionar con éxito nuestras emociones.
Desde la psicología, a veces se tiende a dividir las emociones en tres tipos
principales: Positivas (alegría,
interés), negativas (ira, miedo,
culpa o vergüenza) y neutras
(sorpresa). Esta forma de diferenciar las distintas emociones no sería la más
acertada, pues acaba estigmatizando a las que considera negativas. El
miedo, la vergüenza, la tristeza o la ira no tienen por qué ser malos. Todos
tenemos derecho a inquietarnos cuando hemos de enfrentarnos a situaciones que
escapan a nuestro control y ese miedo nos ayuda a ser más precavidos, a estar
más alerta y acaba ayudándonos a encontrar la mejor solución para resolver la
situación. También tenemos derecho a sentir vergüenza cuando nos equivocamos o
cuando somos testigos de cómo se equivoca alguien que nos importa de verdad.
Ese sentimiento nos convierte en personas más dignas y nos permite aprender de
los errores y crecer con ellos. ¿Quién ha dicho que no podemos estar tristes
cuando nos sucede justo lo contrario de lo esperábamos o, simplemente, cuando
nos levantamos depres, porque nuestras hormonas están haciendo de las suyas?
Llorar no implica necesariamente debilidad. A veces, dominar la habilidad de
poner cara de póker en cualquier circunstancia que pueda comprometernos
emocionalmente, puede depararnos muchos más riesgos. Y, por supuesto, podemos
enfadarnos e indignarnos cuando alguien nos provoca un daño o algo horrible nos
sucede. Todas esas emociones nos recuerdan que estamos vivos, que sentimos y
padecemos, que no estamos aquí para hacer bulto, como parte del decorado de un
escenario en el que no somos protagonistas destacados.
Cuando definen la alegría como una emoción
positiva tampoco aciertan del todo. Parecen olvidar la denominada “alegría
patológica”, que no tiene nada que ver con las supuestas bondades que encierra dicha emoción, sino con un
optimismo autoimpuesto que puede llevar a la persona que lo padece a no
distinguir la realidad de sus propias fantasías .
Deberíamos despojar a las emociones de sus
clásicas connotaciones positivas o negativas, pues todas ellas son igual de
útiles y nos resultan imprescindibles para mantenernos con vida. Las emociones
cumplen tres funciones importantes:
Funciones
adaptativas:
Facilitan la integración del sujeto a su entorno. Uno de los inconvenientes que
más sufren las personas con autismo es esa incapacidad para empatizar con las
emociones de los demás. Ese no captar los mensajes no verbales o el doble
sentido de los verbales les complica muchísimo su adaptación al entorno en el
que viven.
Funciones sociales: Capacidad para interpretar las
señales no verbales y para modular o influir en la conducta de los demás y de
potenciar las relaciones sociales.
Funciones
motivacionales:
Capacidad para potenciar o dirigir una conducta. Las personas tendemos a
acercarnos más fácilmente a las situaciones placenteras y a alejarnos de las
problemáticas.
Paul Ekman fue uno de los psicólogos
pioneros en el estudio de las emociones y sus relaciones con la expresión
facial. Discrepante con la tesis de algunos antropólogos como Margaret Mead,
que defendía que las expresiones faciales de las emociones venían determinadas
culturalmente, él encontró argumentos para defender su universalidad. También
describió lo que vino en llamar “microexpresiones”
faciales que, según demostró, podían utilizarse en la detección de mentiras con
cierto grado de fiabilidad. La serie de televisión Lie to me, traducida en España como Miénteme, está inspirada en los trabajos e investigaciones de Paul Ekman.
Hace ya un tiempo publiqué una serie de notas
en el blog dedicadas a siete emociones distintas, cuyos enlaces copio aquí para
completar este post:
Dignémonos a echar mano de
las herramientas que la educación emocional pone a nuestro alcance para que
aprendan a manejarlas desde bien pequeños y puedan entender que las caídas no
son malas si, en lugar de esconderlas, nos atrevemos a hablar de ellas y a
descifrar lo que nos enseñan. Que decir lo que uno piensa no tiene porqué
molestarle a nadie si somos capaces de hacerlo desde la educación y sin ofender
a nadie. La opinión de cada uno es tan lícita como la de cualquier otro. Que
sentirse culpable no tiene porqué conllevar una pesada carga sino una
oportunidad para mostrar humildad y empatía hacia la persona a quien,
voluntaria o involuntariamente, hemos perjudicado. Que enfadarse no es malo,
que todos podemos tener días grises y que la cara de sorpresa debería
acompañarnos toda nuestra vida, porque conservar la capacidad de sorprenderse
es lo que nos hace sentir que la vida puede ser mágica a cualquier edad.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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